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Todos los animales son iguales

por Peter Singer
Bienestar animalIgual consideración de interesesSintiencia animal

El fundamento de la igualdad

“Liberación animal” puede sonar más a parodia de otros movimientos de liberación que a un objetivo serio. De hecho, la idea de “Los derechos de los animales” se utilizó en su día para parodiar la defensa de los derechos de la mujer. Cuando Mary Wollstonecraft, precursora de las feministas modernas, publicó su Vindicación de los derechos de la mujer en 1792, sus opiniones fueron consideradas absurdas por casi todo el mundo, y al poco tiempo apareció una publicación anónima titulada Una vindicación de los derechos de los brutos. El autor de esta obra satírica (ahora se sabe que fue Thomas Taylor, un distinguido filósofo de Cambridge) intentó refutar los argumentos de Mary Wollstonecraft mostrando que podían llevarse un paso más allá. Si el argumento de la igualdad era sólido cuando se aplicaba a las mujeres, ¿por qué no habría de aplicarse a perros, gatos y caballos? Sin embargo, sostener que estos “brutos” tienen derechos es manifiestamente absurdo. Por lo tanto, el razonamiento a favor de la igualdad de la mujer tampoco puede ser sólido.

Supongamos que queremos defender los derechos de la mujer contra el ataque de Taylor. ¿Cómo deberíamos responder? Una manera sería diciendo que el argumento a favor de la igualdad entre hombres y mujeres no puede extenderse válidamente a los animales no humanos. Las mujeres tienen derecho a votar, por ejemplo, porque son tan capaces de tomar decisiones racionales sobre el futuro como los hombres; los perros, en cambio, son incapaces de comprender el significado del voto, por lo que no deberían tener derecho a votar. Hay muchas otras capacidades que los hombres y las mujeres comparten, mientras que los humanos y los animales no. Así pues, podría decirse que los hombres y las mujeres son iguales y deberían tener los mismos derechos, mientras que los humanos y los no humanos son diferentes y no deberían tener los mismos derechos.

Este razonamiento es correcto en lo que respecta a la igualdad entre hombres y mujeres. Las importantes diferencias entre humanos y otros animales deben dar lugar a algunas diferencias en los derechos que cada uno tiene. Pero también hay diferencias importantes entre adultos y niños. Dado que ni los perros ni los niños pequeños pueden votar, ninguno de ellos tiene derecho a hacerlo. Reconocer esto, sin embargo, no es óbice para extender un principio más básico de igualdad a los niños, o a los animales no humanos. Esa extensión no implica que debamos tratar a todo el mundo exactamente igual, independientemente de su edad o capacidad mental. El principio básico de igualdad no exige un trato igual o idéntico, sino igual consideración. Considerar de manera igual a seres diferentes puede dar lugar a un trato diferente y a derechos diferentes.

Por tanto, hay otra forma de responder al intento de Taylor de parodiar la defensa de los derechos de la mujer que no niega las diferencias obvias entre los seres humanos y los animales no humanos, pero que no encuentra nada absurdo en la idea de que el principio básico de igualdad se aplique a los llamados brutos. En este punto, tal conclusión puede parecer injustificada, pero si examinamos más profundamente el fundamento sobre el que descansa nuestro apoyo a la igualdad de todos los seres humanos, veremos que estaríamos en terreno inestable si exigiéramos igualdad para todos los miembros de la especie Homo sapiens mientras negamos igual consideración a los animales no humanos.

Para que esto quede claro tenemos que ver, en primer lugar, qué es exactamente lo que estamos afirmando. Quienes desean defender sociedades jerárquicas y no igualitarias han señalado a menudo que, sea cual fuere el criterio que elijamos, no es cierto que todos los seres humanos sean iguales, en el sentido descriptivo del término. Los seres humanos tienen formas y tamaños diferentes; tienen capacidades intelectuales diferentes, fuerzas físicas diferentes, capacidades morales diferentes, grados diferentes de sensibilidad y compasión por las necesidades de los demás, capacidades diferentes para comunicarse eficazmente y capacidades diferentes para experimentar placer y dolor. En resumen, si la exigencia de igualdad se basara en la igualdad real de todos los seres humanos, tendríamos que dejar de exigir igualdad.

Afortunadamente, no hay ninguna razón lógica convincente para suponer que una diferencia de hecho en la capacidad de dos personas justifique cualquier diferencia en el peso moral que debemos dar a sus necesidades e intereses. La igualdad es un ideal moral, no una afirmación fáctica. El principio de igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre los seres humanos: es una prescripción de cómo debemos tratar a los seres humanos.

Jeremy Bentham, el fundador de la escuela utilitarista reformista de filosofía moral, incorporó el fundamento esencial de la igualdad moral a su sistema de ética mediante la fórmula: “Cada uno cuenta por uno, ninguno por más de uno”. En otras palabras, los intereses de cada ser afectado por una acción deben considerarse y tener el mismo peso que los intereses similares de cualquier otro ser. John Stuart Mill dijo que el primer principio del utilitarismo es “la perfecta imparcialidad entre las personas”.⁠1 Un utilitarista posterior, Henry Sidgwick, lo expresó de esta manera: “El bien de cualquier individuo no tiene más importancia, desde el punto de vista (si se me permite decirlo así) del Universo, que el bien de cualquier otro”.⁠2 R. M. Hare, que ocupaba la cátedra de Filosofía Moral en la Universidad de Oxford cuando yo estudiaba allí en los años setenta, sostenía que para emitir un juicio ético con sinceridad, uno debe estar dispuesto a ponerse en el lugar de todos los afectados por su decisión, y aun así desear que el juicio se lleve a cabo.⁠3 John Rawls, profesor de la Universidad Harvard y el filósofo estadounidense más destacado que trabajó en ética en el mismo periodo, recogió una idea similar con el expediente de un “velo de ignorancia”, detrás del cual las personas deben elegir los principios de justicia que regirán la sociedad en la que vivirán. Solo después de que se hayan decidido los principios, y se haya levantado el velo, descubrirán qué características tienen y qué posiciones ocupan.⁠4

De este principio de igualdad se desprende que nuestra preocupación por los demás y nuestra disposición a tener en cuenta sus intereses no deben depender de cómo son o de las capacidades que puedan poseer. Lo que nuestra preocupación nos exige hacer exactamente puede variar según las características de las personas afectadas por lo que hacemos: la preocupación por el bienestar de los niños exige que les enseñemos a leer; la preocupación por el bienestar de los cerdos puede no exigir más que los dejemos con otros cerdos en un lugar donde haya comida adecuada y espacio para moverse libremente. El elemento básico es tomar en consideración los intereses del ser, sean cuales fueren, y esta consideración debe, según el principio de igualdad, extenderse por igual a todos los seres con intereses, independientemente de su raza, sexo o especie.

Es sobre este fundamento que deben apoyarse, en última instancia, las causas contra el racismo y el sexismo; y es de acuerdo con este principio que debe condenarse también el especismo. El especismo, en su forma primaria y más importante, es un prejuicio o predisposición a favor de los intereses de los miembros de la propia especie y en contra de los de los miembros de otras especies, sobre la base de la especie únicamente. Una forma secundaria de especismo se produce cuando damos más importancia a los intereses de algunos animales no humanos de una especie concreta —por ejemplo, los perros— que a los de animales con intereses similares pero de otra especie, como los cerdos.⁠a

La pregunta de Bentham

Muchos pensadores han propuesto el principio de igual consideración de intereses, de una forma u otra, como principio moral básico; pero pocos han reconocido que este principio se aplica tanto a los miembros de otras especies como a los de la nuestra. Jeremy Bentham fue una de las excepciones. En un pasaje premonitorio, compuesto en una época en la que los esclavos de ascendencia africana habían sido liberados por los franceses, pero seguían esclavizados en los dominios británicos, Bentham escribió:

Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos de los que nunca podría haber sido privada, excepto a manos de la tiranía. Los franceses ya han descubierto que la pigmentación negra de la piel no es razón para que un ser humano sea abandonado sin remedio a los caprichos de un torturador [Véase el Código Negro de Luis XIV]. Puede que un día sea reconocido que el número de miembros inferiores, la vellosidad de la piel, o la terminación del os sacrum, son razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa trazaría la línea insuperable? ¿Será la facultad de la razón o, quizá, la facultad del habla? Pero un caballo adulto o un perro son, más allá de toda comparación, seres más racionales, así como animales más hablantes que un niño de pocos días, de una semana, o aun de un mes de edad. Pero supongamos que el caso sea distinto. ¿Qué significaría? La pregunta no es ‘¿Pueden razonar?’, ni ‘¿Pueden hablar?’, sino ‘¿Pueden sufrir?’⁠5

En este pasaje, Bentham señala la capacidad de sufrimiento como la característica vital que otorga a un ser el derecho a la igual consideración. La capacidad de sufrimiento —o, más estrictamente, de sufrimiento y/o placer o felicidad— no es una característica más como la posesión de la razón o el lenguaje, la autoconsciencia o el sentido de la justicia. Quienes trazan “la línea insuperable” con referencia a estas características están incluyendo a algunos seres con capacidad de sufrimiento y excluyendo a otros. Bentham, en cambio, dice que debemos considerar los intereses de todos los seres con capacidad de sufrimiento o disfrute. No excluye ningún interés de la consideración, porque la capacidad de sufrimiento y disfrute es un prerrequisito para tener intereses, una condición que debe cumplirse antes de que podamos hablar propiamente de intereses. Sería absurdo decir que a una piedra no le interesa que un niño la patee por el camino. Una piedra no tiene intereses porque nada de lo que le hagamos puede influir en su bienestar. Sin embargo, la capacidad de sufrir y disfrutar no solo es necesaria, sino también suficiente para que podamos decir que un ser tiene intereses: como mínimo, el interés en no sufrir. Los ratones, por ejemplo, tienen interés en que no se les patee por el camino porque sufrirán si se los trata así.

Aunque Bentham habla de “derechos” en el pasaje que he citado, en realidad el argumento se refiere a la igualdad más que a los derechos. En otro pasaje, Bentham describió famosamente los “derechos naturales” como “disparates” y los “derechos naturales e imprescriptibles” como “disparates sobre zancos”. Cuando se refiere a los derechos morales, está abogando por protecciones para las personas y los animales que deben ser reconocidas por la ley y la opinión pública; pero el verdadero peso del argumento moral no descansa en los derechos, ya que estos a su vez tienen que justificarse en función de su tendencia a reducir el sufrimiento y aumentar la felicidad, no solo en casos individuales sino a largo plazo y para todos los afectados. Por lo tanto, podemos defender la igualdad de los animales sin enredarnos en controversias filosóficas sobre los fundamentos de los derechos, o quién los tiene, y qué derechos tienen. El lenguaje de los derechos es una abreviatura política conveniente que es incluso más valiosa ahora, en la era de las frases de ocho segundos, de lo que era en la época de Bentham; pero no es esencial para argumentar a favor de un cambio radical en nuestra actitud hacia los animales.

Si un ser sufre, no puede haber justificación moral para negarse a tener en cuenta ese sufrimiento. Sea cual fuere la naturaleza del ser, el principio de igualdad exige que su sufrimiento se cuente por igual con el sufrimiento similar —en la medida en que puedan hacerse comparaciones aproximadas— de cualquier otro ser. Si un ser no es capaz de sufrir ni de experimentar placer o felicidad, no hay nada que contar. Así que el límite de la sintiencia (utilizando el término para indicar la capacidad de experimentar dolor o placer) es la única frontera defendible de preocupación por los intereses de los demás.

Sin embargo, ¿no está justificado que demos más importancia a los intereses de otros seres humanos, porque son miembros de nuestra especie, mientras que otros animales no lo son? Esas afirmaciones de que “nosotros somos… (inserte el nombre del grupo con el que nos identificamos) y ellos no lo son”—se han utilizado en el pasado como justificación para negarse a dar la misma importancia a los intereses de otras personas. Los racistas infringen el principio de igualdad al dar más peso a los intereses de los miembros de su propia raza, y los sexistas lo infringen al favorecer los intereses de su propio sexo. Hoy podemos reconocer esas pretendidas justificaciones del racismo y el sexismo como ideologías espurias que se aceptaron solo porque servían a los intereses del grupo dominante. Del mismo modo, los especistas sostienen que los intereses de su propia especie deben prevalecer sobre los intereses comparativamente más importantes de los miembros de otras especies. En cada caso hay un grupo dominante que considera inferiores a quienes están fuera de él para justificar el trato que quieren dar a los dominados.

Puede que estés pensando: ¡No, los humanos somos diferentes! Somos más inteligentes que los animales, somos seres racionales, tenemos conciencia de nosotros mismos, planificamos, somos libres, somos agentes morales. Por lo tanto, tenemos derechos que otros animales no tienen, y podemos utilizar otros animales como queramos. Pero, como señaló Bentham, este argumento implica que los bebés humanos —que son menos racionales, menos conscientes de sí mismos y menos capaces de planificar el futuro que muchos animales no humanos— también carecerían de derechos y, por tanto, podríamos utilizarlos del mismo modo que utilizamos a los animales. Lo mismo ocurriría con algunos seres humanos más allá de la infancia que, ya sea por una anomalía genética o por daños cerebrales, nunca alcanzarán las capacidades cognitivas de algunos animales no humanos. Además, una serie de estudios dirigidos por el investigador en psicología de Harvard Lucius Caviola, junto con otros investigadores en psicología y filosofía de las universidades de Oxford y Exeter, ha demostrado que las diferencias en las capacidades mentales no explican realmente por qué la gente da a los humanos prioridad moral sobre otros animales. Al contrario, cuando se pidió a los sujetos que dijeran a quién ayudarían en una situación en la que tuvieran que elegir entre un humano y un chimpancé, el 66 % eligió ayudar al humano, incluso cuando se les dijo que el chimpancé tenía capacidades mentales más avanzadas que el humano.⁠6

En la primera edición de este libro, discutí la opinión de Stanley Benn, un filósofo muy respetado que pasó la mayor parte de su carrera académica en la Universidad Nacional de Australia, de que deberíamos tratar a los seres según lo que es “normal para la especie” y no según sus características reales, y que, por tanto, está justificado dar prioridad a los humanos sobre los animales, incluso en una situación en la que el humano tiene una capacidad mental inferior a la del animal. Desde entonces, otros filósofos han defendido puntos de vista similares.⁠7 La investigación realizada por el equipo de Caviola muestra, sin embargo, que el nivel de capacidad mental típico de una especie no tuvo un efecto significativo en las respuestas que los participantes en su estudio dieron a las preguntas sobre a quién ayudarían. Esto, por supuesto, no refuta la afirmación ética de que el nivel de capacidad mental típico es moralmente relevante, pero sí demuestra que no parece ser un factor importante para que la gente piense que los humanos tienen un estatus moral más alto. Volveré sobre la afirmación ética en el capítulo 6.⁠8 Caviola y sus colegas concluyen que “el móvil central del antropocentrismo moral es el especismo”.

¿Quiénes pueden sufrir?

La mayoría de los seres humanos son especistas. Los capítulos que siguen muestran que los seres humanos típicos —no unos pocos seres humanos excepcionalmente crueles o desalmados, sino la inmensa mayoría— son cómplices de las prácticas continuadas que frustran los intereses más importantes de los animales no humanos para promover intereses humanos mucho menos significativos. Para no omitir nada, sin embargo, antes de describir esas prácticas, debo abordar una cuestión que a veces surge (aunque con mucha menos frecuencia que cuando empecé a hablar del sufrimiento animal): ¿cómo sabemos que los animales no humanos sienten dolor?

El primer paso para responder a esta pregunta es preguntar: ¿cómo sabemos si alguien, humano o no humano, siente dolor? Sabemos, por experiencia propia, que nosotros mismos podemos sentir dolor. Pero, ¿cómo sabemos que otros sienten dolor? No podemos experimentar directamente el dolor de otra persona, ya sea nuestro mejor amigo o un perro callejero. El dolor es un estado de conciencia, un “evento mental”, y como tal nunca puede observarse. El dolor ajeno solamente puede inferirse a partir de comportamientos como retorcerse, gritar o apartar la mano de una llama; o quizá de un dispositivo de imagen cerebral que indique lo que ocurre en las partes relevantes de nuestro cerebro.

En teoría, siempre podríamos equivocarnos al suponer que otros seres humanos sienten dolor. Es concebible que uno de nuestros amigos íntimos sea en realidad un robot, programado para mostrar todos los signos de dolor, pero que en realidad no sea más sensible que cualquier otra máquina inteligente. Aunque esta posibilidad supone un enigma para los filósofos, ninguno de nosotros tiene la menor duda de que nuestros amigos íntimos sienten dolor igual que nosotros. Se trata de una inferencia, pero una inferencia totalmente razonable, basada en observaciones del comportamiento ajeno en situaciones en las que nosotros sentiríamos dolor, y en el hecho de que tenemos motivos para suponer que nuestros amigos son seres como nosotros, con sistemas nerviosos que podemos suponer que funcionan como los nuestros y producen sentimientos similares en circunstancias similares.

Si está justificado suponer que otros seres humanos sienten dolor como nosotros, ¿hay alguna razón por la que no esté justificada una inferencia similar en el caso de otros animales? La Declaración de Cambridge sobre la Conciencia, elaborada por un grupo internacional de destacados neurocientíficos reunidos en Cambridge en 2012, confirma que, aunque los seres humanos tienen una corteza cerebral más desarrollada que otros animales, esta parte del cerebro se ocupa de las funciones del pensamiento más que de los impulsos básicos, las emociones y los sentimientos. Como afirma la Declaración, “el peso de la evidencia indica que los seres humanos no son únicos en poseer los sustratos neurológicos que generan la conciencia. Los animales no humanos, incluidos todos los mamíferos y aves, y muchas otras criaturas, incluidos los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos.”⁠9

Casi todos los signos externos que nos llevan a inferir dolor en otros seres humanos pueden observarse en otros animales. Los signos conductuales del dolor varían según la especie, pero pueden incluir retorcimientos, contorsiones faciales, quejidos, gemidos, aullidos u otros tipos de grito, aparición de miedo ante la perspectiva de que el dolor se repita, intentos de evitar la fuente de dolor (y de evitar lugares donde se produjo dolor anteriormente y de buscar, en cambio, lugares donde los animales tuvieron solo experiencias positivas), etcétera. Además, sabemos que otros mamíferos tienen sistemas nerviosos similares al nuestro, que responden fisiológicamente como el nuestro cuando el animal se encuentra en circunstancias en las que nosotros sentiríamos dolor: un aumento inicial de la presión sanguínea, pupilas dilatadas, sudoración, aumento del pulso y, si el estímulo continúa, una caída de la presión sanguínea. Además, cuando a estos animales se les administran analgésicos —las mismas formas de alivio del dolor que tomamos nosotros—, se reducen tanto las manifestaciones de dolor como los indicadores fisiológicos del dolor. Por ejemplo, en un experimento dirigido por T. C. Danbury, del Departamento de Ciencias Clínicas Veterinarias de la Universidad de Bristol, se ofreció a pollos procedentes de bandadas comerciales dos alimentos de distinto color, uno de los cuales contenía carprofeno, un fármaco antiinflamatorio. Las aves que estaban cojas (lo cual, como veremos en el capítulo 3, es frecuente entre los pollos criados comercialmente) eligieron más el alimento con carprofeno, y su cojera disminuyó en proporción a la dosis que consumieron, mostrando así un estrecho paralelismo con el efecto que el alivio del dolor tiene en los seres humanos e indicando que era probable que las aves lesionadas experimentaran dolor al caminar.⁠10

Los sistemas nerviosos de otros animales no se construyeron artificialmente como podría construirse un robot que imite el comportamiento de los humanos ante el dolor. Estos sistemas evolucionaron, sin duda, porque la capacidad de sentir dolor mejora las perspectivas de supervivencia de los animales, permitiéndoles evitar las fuentes de lesiones y muerte. La mayor parte de esta evolución tuvo lugar entre los antepasados que compartimos con otros vertebrados, antes de que divergiéramos de ellos.

Desde hace mucho tiempo se acepta como política científica sensata buscar la explicación más sencilla posible de lo que se intenta explicar. Es más sencillo suponer que los sistemas nerviosos que son prácticamente idénticos desde el punto de vista fisiológico, que tienen un origen y una función evolutiva comunes, y que dan lugar a formas de comportamiento similares en circunstancias similares, también funcionan de manera similar —es decir, dando lugar a experiencias conscientes similares— que sostener que, a pesar de todos estos paralelismos científicamente demostrables, en lo que se refiere a los sentimientos subjetivos, nuestro sistema nervioso funciona de una manera totalmente distinta a como lo hacen los sistemas nerviosos de otros vertebrados.

Cuando escribí la primera edición de este libro, la investigación psicológica en animales estaba empezando a salir de un periodo dominado por una forma de conductismo basada en la creencia de que la ciencia debía referirse solo a lo que se puede observar. Se consideraba “acientífico” explicar el comportamiento de los animales refiriéndose a sus sentimientos, deseos o propósitos conscientes. Para evitar el uso de términos como “dolor”, que se refieren a estados mentales, los conductistas llenaron las revistas científicas de artículos en los que decían que las ratas o los perros en los que aplicaban descargas eléctricas mostraban, al recibirlas, un “comportamiento aversivo”.⁠11 Más tarde, en 1976, Donald Griffin, un investigador con un distinguido historial de investigación en comportamiento animal, publicó The Question of Animal Awareness, en el que se preguntaba por qué los científicos se negaban a reconocer la existencia de estados conscientes en los animales no humanos. El libro fue como un alfiler en el globo conductista. Una vez que Griffin planteó la cuestión, se hizo evidente que las explicaciones conductistas del comportamiento animal —incluso algo tan simple como explicar por qué una rata bien alimentada no pasa por encima de un suelo electrificado para conseguir comida, mientras que una rata medio muerta de hambre sí lo hace— son más complejas que las explicaciones que atribuyen a la rata experiencias conscientes de dolor y hambre. La razón es que sabemos que cualquier explicación del comportamiento humano en situaciones análogas—como el de una persona hambrienta que roba comida a pesar del riesgo de castigo—que no se refiriera a los estados mentales propios, tanto positivos como negativos, sería incompleta. Hoy en día parece casi irrisorio explicar por qué un animal evita las descargas eléctricas sin hacer referencia a que la experiencia le resulta dolorosa o desagradable.

Una diferencia entre los humanos y los animales no humanos es que los humanos, a partir de cierta edad y si no tienen discapacidades cognitivas profundas, pueden utilizar el lenguaje y decirnos cuándo sienten dolor. Los animales, salvo contadas excepciones, no pueden utilizar el lenguaje, o al menos no uno que podamos entender. Se podría afirmar, por tanto, que la mejor prueba que podemos tener de que otro ser siente dolor es que nos diga que lo siente, y que en cuanto a los animales debemos quedarnos con la duda, ya que no pueden decírnoslo. Sin embargo, como señaló Jane Goodall en su estudio pionero sobre los chimpancés, A la sombra del hombre, cuando se trata de expresar sentimientos y emociones, el lenguaje es menos importante que los modos de comunicación no lingüísticos, como una palmadita en la espalda, un abrazo efusivo, un apretón de manos, etcétera. Las señales básicas que utilizamos para transmitir el dolor, el miedo, la ira, el amor, la alegría, la sorpresa, la excitación sexual y muchos otros estados emocionales no son específicas de nuestra especie.⁠12 La afirmación “me duele” puede ser una prueba para llegar a la conclusión de que el interlocutor siente dolor, pero no es la única prueba posible y, puesto que la gente a veces miente —y un robot puede decir “me duele”—, ni siquiera es la mejor prueba posible.

Incluso si hubiera motivos más sólidos para negarse a atribuir dolor a quienes no tienen lenguaje, las consecuencias de esta negativa podrían llevarnos a rechazar esa conclusión. Los bebés humanos y los niños muy pequeños son incapaces de utilizar el lenguaje. ¿Debemos dudar de que un niño de un año pueda sentir dolor? Si no es así, el lenguaje no puede ser crucial. Por supuesto, la mayoría de los padres comprenden mejor las respuestas de sus hijos que las de otros animales; pero esto no es más que un hecho relacionado con el mayor contacto que tenemos con nuestros propios bebés en comparación con los animales. Quienes tienen animales de compañía aprenden pronto a entender sus respuestas tan bien como nosotros entendemos las de un bebé, y a veces mejor, porque la mente de los perros y gatos maduros está más cerca de la nuestra que la de los bebés en los primeros meses de vida.

Trazar la línea

Los científicos ya no discuten seriamente que al menos algunos animales no humanos pueden sentir dolor y experimentar otros estados conscientes, tanto positivos como negativos. Las controversias científicas más relevantes ahora versan sobre qué animales son, o pueden ser, capaces de tener estas experiencias. Los seres a los que los zoólogos aplican el término “animal” van desde los mamíferos hasta las esponjas marinas, y no hay ninguna buena razón para creer que la frontera entre animales y plantas coincida con la línea que separa a los seres capaces de sufrir de los demás. Por lo tanto, para saber cuándo se aplica el principio de igual consideración de intereses, necesitamos saber dónde trazar esa línea.

Los científicos que estudian el dolor en los animales han desarrollado métodos experimentales que incluyen examinar si el comportamiento que sugiere la presencia de dolor que sigue a un estímulo doloroso se reduce mediante la administración de fármacos similares a los que alivian el dolor en los seres humanos. También pueden buscar pruebas de que un animal hace comparaciones entre una experiencia dolorosa, o el riesgo de sufrirla, y la oportunidad de obtener una recompensa, como la comida. Consideran que este tipo de toma de decisiones flexible es indicativo de un procesamiento centralizado de la información que implica una medida común del valor.⁠13 Sin embargo, este tipo de evidencia solo está disponible para unas pocas especies.

Como acabamos de ver, en el caso de los mamíferos y las aves, las pruebas de la capacidad de sentir dolor son abrumadoras. Entre los demás vertebrados, capturamos, criamos y matamos muchos más peces que reptiles o anfibios. Por ese motivo, me limitaré a señalar de pasada que hay pruebas de que los reptiles y los anfibios pueden sufrir⁠14 y a considerar con más detalle la evidencia sobre los peces.

Los peces

Victoria Braithwaite, profesora de ictiología y biología en la Universidad Estatal de Pensilvania hasta su muerte en 2019 y autora de ¿Sienten dolor los peces?, fue una de las primeras científicas en investigar el sistema nervioso de los peces, así como su comportamiento en situaciones que podrían causarles dolor. Su equipo fue el primero en confirmar que los peces tienen nociceptores, los receptores sensoriales que, según se ha demostrado, detectan señales de tejidos dañados en mamíferos y aves. También examinó el comportamiento de los peces cuando experimentan algo que nos causaría dolor físico: por ejemplo, una inyección de vinagre o de veneno de abeja en los labios. Descubrió que estos estímulos provocan en los peces comportamientos que sugieren dolor, como una respiración más rápida, frotarse los labios y hacer caso omiso de otras cosas que suceden en su pecera y ante las que normalmente reaccionarían. Estos cambios de comportamiento pueden durar varias horas, pero la administración de analgésicos como la morfina acelera la vuelta a un comportamiento más normal. Los peces aprenden a evitar experiencias desagradables, como las descargas eléctricas leves, pero también pueden participar en los intercambios motivacionales mencionados anteriormente, y no solo por comida: algunos peces optan por soportar descargas eléctricas con tal de estar cerca de un compañero.

Estas observaciones indican que los peces satisfacen los criterios más importantes para la sintiencia, pero también vale la pena disipar el mito de que los peces carecen de las capacidades cognitivas propias de los mamíferos y las aves. Algunas especies muestran una cooperación recíproca, turnándose para vigilar a los predadores mientras su compañero busca comida. Algunos peces practican la caza cooperativa, algo que hasta ahora solo se había observado en mamíferos sociales, ya que sugiere previsión y comunicación. Y lo que es aún más sorprendente, esta cooperación puede darse entre peces de distintas especies. Cuando un mero, un pez de gran tamaño, persigue a una presa que se refugia en una grieta demasiado estrecha para que el mero pueda entrar, se ha observado que los meros nadan hasta una grieta en la que es probable que se esconda una morena. El mero hace entonces movimientos corporales característicos que llevan a la morena a salir de la grieta y nadar con el mero. Cuando llegan a la grieta donde se esconde el pez presa, el mero utiliza su cuerpo para señalarlo. La morena entra entonces en la grieta. A menudo, esto empuja a la presa a aguas abiertas, donde el mero está esperando para atacar. En otras ocasiones, la morena puede atrapar y comerse a la presa. A diferencia de la caza cooperativa de los mamíferos sociales, el cadáver de la presa no puede compartirse, ya que tanto el mero como la morena se la tragan entera. Pero con repetidas ocasiones de cooperación, tanto la morena como el mero se benefician.

Tras resumir los resultados de sus propias investigaciones y las de otros, Braithwaite escribió: “Por todo ello, no veo ninguna razón lógica para no aplicar a los peces las mismas consideraciones de bienestar que aplicamos actualmente a las aves y los mamíferos”.⁠15 Estoy de acuerdo, con la salvedad de que hay unas 33 000 especies de peces, es decir, unas cinco veces el número de especies de mamíferos, y las investigaciones sobre la capacidad de sentir dolor solo se han realizado en unas pocas de ellas. Braithwaite señaló que los científicos que examinan los peces cartilaginosos —tiburones y rayas— no han encontrado el tipo de nociceptores que tienen los mamíferos, las aves y los peces con esqueleto óseo.⁠16 Así que, si hemos de ser cautos, quizá deberíamos limitar la conclusión de que los peces son seres sintientes a los peces óseos, también conocidos como teleósteos. Esto no significa, por supuesto, que los tiburones y las rayas no sean seres sintientes, sino solo que la evidencia de que lo son no es tan sólida como en el caso de los teleósteos, que constituyen la inmensa mayoría de los peces que comen los humanos.

Entonces, ¿por qué tratamos a los peces como si no pudieran sentir nada? ¿Es porque no pueden aullar ni gemir, y no tienen expresiones faciales que podamos reconocer como indicadoras de angustia? De lo contrario, solamente un psicópata podría disfrutar de una tarde sentado a la orilla de un río, colgando un anzuelo de púas en el agua, mientras a su lado los peces que ha pescado antes se agitan indefensos, asfixiándose y muriendo lentamente.

Los invertebrados

Así como la mayoría de los vertebrados son peces y no mamíferos, la mayoría de los animales no son vertebrados. Los invertebrados son un grupo extraordinariamente diverso, lo cual no es realmente sorprendente, dado que se definen únicamente por la ausencia de una columna vertebral. Que los definamos así es otro ejemplo de nuestra perspectiva antropocéntrica: hay seres vertebrados, como nosotros, y luego están todos los demás. Si consideramos a los invertebrados de forma objetiva, reconoceremos que algunos son sintientes e inteligentes, y que hay un gran número de otros para los que no se puede excluir la posibilidad de sintiencia.

Cuando nos encontramos con un vertebrado inteligente, ya sea un chimpancé, un elefante o un delfín, estamos en presencia de una mente que comparte un ancestro común con la nuestra. Sin embargo, un pulpo es un molusco y, por tanto, está más emparentado con una ostra que con cualquier vertebrado. Para encontrar el ancestro común que compartimos con un pulpo, tenemos que remontarnos 500 millones de años atrás, hasta un gusano que probablemente era incapaz de tener cualquier experiencia consciente. Sin embargo, los pulpos son inteligentes. Varios videos de YouTube los muestran resolviendo problemas novedosos, como abrir un tarro con tapa de rosca para llegar al sabroso bocado que pueden ver en su interior. Hay muchas anécdotas de escapes de sus peceras y de cómo salen de ellas por la noche y se meten en peceras vecinas con peces antes de volver a la suya: su versión de asaltar el tarro de las galletas. Los pulpos que viven en libertad han aprendido a esconderse en medias cáscaras de coco vacías, que a veces transportan a distancias considerables hasta los lugares donde quieren utilizarlas, lo que parece indicar una capacidad de planificación anticipada.⁠17 Así pues, si alguna vez se encuentran con un pulpo, recuerden que el encuentro no es entre mentes afines, sino entre mentes que evolucionaron de forma totalmente independiente. Es probablemente lo más cerca que van a estar de entrar en contacto con un alienígena inteligente.⁠18

El otro grupo de invertebrados del que hay ahora evidencia sólida de sintiencia son los crustáceos decápodos, un grupo que incluye cangrejos, langostas, cigalas y algunas gambas. (El término “decápodo” viene del griego y significa “diez patas”.) Un equipo interdisciplinar de científicos dirigido por Jonathan Birch, de la London School of Economics, investigó la sensibilidad tanto de los cefalópodos (el grupo que incluye a los pulpos y calamares) como de los crustáceos decápodos, y resumió sus conclusiones en Review of the evidence of sentience in cephalopod molluscs and decapod crustaceans, un informe presentado al Ministerio de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales del Reino Unido, que en ese momento estaba revisando el alcance de la Ley de Bienestar Animal de ese país. Los investigadores examinaron más de 300 estudios científicos sobre la sintiencia en estos animales y desarrollaron una serie de criterios para establecer si los animales son o no sintientes. Asignaron una alta probabilidad a la presencia de receptores sensoriales del dolor en los decápodos, y una muy alta probabilidad a que los cerebros de los cangrejos y las langostas fueran capaces de integrar información de distintas fuentes, aunque no había evidencia para otros decápodos. Los compuestos químicos, en algunos casos producidos por los propios animales y en otros aplicados externamente como parte de un experimento, redujeron las respuestas a estímulos dolorosos en cangrejos y langostas, y en algunos camarones. En general, los investigadores consideran que las pruebas de sintiencia en los crustáceos decápodos son menos sólidas que en los cefalópodos, pero subrayan que esto se debe, al menos en parte, a la falta de evidencia, ya que se han realizado menos estudios, y no a que haya evidencia en contra de la sintiencia en los decápodos.

El informe, que se publicó en noviembre de 2021, tenía una recomendación central: “Que todos los moluscos cefalópodos y crustáceos decápodos sean considerados animales sintientes a efectos de la ley de bienestar animal del Reino Unido.” El Parlamento estaba debatiendo en ese momento una nueva legislación que reconociera a los animales como seres sintientes; el reconocimiento de los animales como seres sintientes se había incorporado a la legislación de la Unión Europea, pero este estatus dejó de tener efectos legales en el Reino Unido tras la salida de este país de la Unión. La Ley de Bienestar Animal (Sintiencia) del Reino Unido, que se convirtió en ley en 2022, muestra la influencia del informe del equipo de Birch. La ley establece que, a efectos de la legislación, “animal” significa cualquier vertebrado (distinto del Homo sapiens), cualquier molusco cefalópodo y cualquier crustáceo decápodo. Los pulpos, calamares, cangrejos, langostas y cangrejos de río también están protegidos por la legislación sobre bienestar animal de Nueva Zelanda, Noruega y Suiza.⁠19

Sabemos menos sobre la sintiencia de otros crustáceos porque hay muchas especies sobre las que no se ha investigado, y esta incertidumbre es aún mayor en el caso de los insectos. Algunos comportamientos de los insectos son difíciles de reconciliar con la idea de que sientan dolor. Cuando la hembra de la mantis religiosa deja de considerar al macho como un amante y, en su lugar, lo trata como cena, eso no pone fin a su interés por mantener relaciones sexuales con ella. Otros insectos siguen caminando sobre patas aplastadas y comiendo mientras ellos mismos son devorados. En un influyente artículo publicado en 1984, C. H. Eisemann y varios colegas extrajeron de estos ejemplos la conclusión de que es improbable que los insectos sientan dolor.⁠20 Treinta y cinco años después, Shelley Adamo, científica canadiense especializada en comportamiento y fisiología de invertebrados, llegó a una conclusión similar, dudando de que los insectos tengan neuronas suficientes para sustentar la consciencia.⁠21

Otros científicos se muestran más abiertos a la idea de la conciencia en los insectos. Ya en 1923, el científico austriaco Karl von Frisch descubrió que las abejas melíferas comunicaban la dirección y la distancia de sus fuentes de alimento mediante una “danza de meneo”. Aunque sus afirmaciones iniciales fueron recibidas con escepticismo, con el tiempo ganaron aceptación, culminando con la concesión del Premio Nobel a von Frisch en 1973. Pero, ¿son estas complejas formas de comunicación indicio de conciencia? Andrew Barron, neurocientífico especializado en los mecanismos neuronales del comportamiento natural de los animales, y Colin Klein, filósofo interesado en la conciencia, se han unido para argumentar que la estructura del cerebro de los insectos indica que poseen “capacidad para la experiencia subjetiva”.⁠22

Implicaciones

Hemos llegado a dos conclusiones importantes: muchos animales pueden sentir dolor, y no hay ninguna justificación moral para tratar su dolor como si fuera menos importante que cantidades similares de dolor experimentado por humanos. ¿Qué consecuencias prácticas se derivan de esta conclusión? Para evitar malentendidos, explicaré con más detalle lo que quiero decir.

Si le doy a un caballo una fuerte bofetada en la grupa con la mano abierta, el caballo puede sobresaltarse, pero es de suponer que siente poco dolor; su piel es lo suficientemente gruesa como para protegerle de una simple bofetada. Sin embargo, si abofeteo a un bebé de la misma manera, el bebé llorará y presumiblemente sentirá dolor, ya que su piel es más sensible. Por eso es peor, en igualdad de condiciones, abofetear a un bebé que a un caballo. Pero debe haber algún tipo de golpe —tal vez un golpe con un palo pesado— que cause al caballo tanto dolor como el que causamos al bebé al abofetearlo con la mano abierta. Eso es lo que quiero decir con “la misma cantidad de dolor”, y si consideramos malo infligir tanto dolor a un bebé sin una buena razón, entonces debemos, si queremos evitar el especismo, considerar igualmente malo infligir la misma cantidad de dolor a un caballo sin una buena razón.

Otras diferencias entre humanos y animales causan otras complicaciones. Los seres humanos adultos normales tienen capacidades mentales que, en determinadas circunstancias, los llevan a sufrir más de lo que sufrirían los animales en las mismas circunstancias. Si, por ejemplo, realizáramos experimentos científicos letales en seres humanos adultos normales, secuestrados al azar para este fin, esto provocaría un pánico generalizado. Los mismos experimentos realizados en animales no humanos causarían menos sufrimiento, ya que los animales no pueden comunicarse con animales lejanos como nosotros podemos comunicarnos con personas lejanas y, por lo tanto, los animales no tendrían el temor anticipado de ser secuestrados y sometidos a experimentos. Esto no significa que sea correcto realizar el experimento con animales, sino solo que hay una razón para preferir utilizar animales en lugar de seres humanos adultos normales.

Este argumento a favor de utilizar animales no menciona especies, pero sí se basa en algunas diferencias cognitivas entre los seres humanos adultos normales y otros animales. ¿Se trata, pues, de una forma encubierta de especismo? Para demostrar realmente que el argumento no es especista, quienes lo utilizan tienen que aceptar que el mismo argumento nos da una razón para preferir experimentar con seres humanos con discapacidades cognitivas profundas en lugar de con otros adultos, ya que los seres humanos con discapacidades cognitivas profundas tampoco tendrían ni idea de lo que les iba a ocurrir. Si rechazamos esa implicación del argumento, al tiempo que seguimos permitiendo los experimentos con animales, estaríamos simplemente prefiriendo a miembros de nuestra propia especie.

Hay muchas cuestiones en las que las facultades mentales superiores de la mayoría de los humanos adultos constituyen una diferencia relevante: anticipación y planificación del futuro, memoria más detallada del pasado, mayor conocimiento de lo que les ocurre tanto a ellos mismos como a los demás, etcétera. Sin embargo, estas diferencias pueden ser tanto una ventaja como una desventaja. Si, por ejemplo, tomamos prisioneros en tiempos de guerra, podemos explicarles que, aunque deban someterse a captura, registro y detención, no sufrirán ningún otro daño y serán liberados al concluir las hostilidades. Por el contrario, los animales salvajes no pueden distinguir los intentos de dominarlos y capturarlos de los intentos de matarlos; uno causa tanto terror como el otro, y posiblemente más.

Es cierto que es difícil comparar los sufrimientos de las distintas especies y, por ello, cuando los intereses de los animales y los humanos entran en conflicto, el principio de igualdad no ofrece una orientación precisa. Pero para que el principio influya en nuestro comportamiento actual, la precisión no es esencial. Muchas de las cosas que hacemos a los animales les causan tanto dolor y, sin embargo, son tan innecesarias para nosotros, que es obvio que los estamos perjudicando más de lo que nos beneficiamos nosotros, y además a gran escala. Como escribió Kenny Torella en Vox en 2022, “para casi todas las especies animales aparte del Homo sapiens, hoy es probablemente el peor periodo para estar vivo. Especialmente para las especies que hemos domesticado para alimentarnos: pollos, cerdos, vacas y, cada vez más, peces”.⁠23 Desde un punto tan bajo, no es difícil mejorar las cosas.

¿Cuándo está mal matar?

Hasta ahora he hablado mucho de infligir sufrimiento a los animales, pero nada de matarlos. Esta omisión ha sido deliberada. La aplicación del principio de igualdad al sufrimiento es, al menos en teoría, bastante sencilla. El dolor y el sufrimiento son malos en sí mismos y deben evitarse o reducirse al mínimo, independientemente de la especie del ser que sufre. La gravedad de un dolor depende de su intensidad y duración, pero los dolores de la misma intensidad y duración son igualmente malos, independientemente de que los padezcan seres humanos o animales. Decidir cuándo está mal matar a un ser es más complicado. He mantenido, y seguiré manteniendo, la cuestión de matar en un segundo plano porque en el estado actual de tiranía humana sobre otras especies el principio más simple y directo de igual consideración del dolor o del placer es una base suficiente para identificar y protestar contra las muchas formas en que abusamos de los animales y los explotamos. Sin embargo, este capítulo quedaría incompleto si no dijera algo sobre la matanza de animales.

Así como la mayoría de los seres humanos son especistas en su disposición a causar dolor a los animales cuando no causarían un dolor similar a los seres humanos, la mayoría de los seres humanos son especistas en su disposición a matar a otros animales cuando no matarían a seres humanos. Sin embargo, debemos proceder con más cautela en este punto, porque las personas tienen opiniones muy diferentes sobre cuándo está permitido matar a seres humanos, como atestiguan los continuos debates sobre el aborto y las decisiones relativas al final de la vida de los enfermos terminales. Los especialistas en ética tampoco han sido capaces de ponerse de acuerdo sobre qué es exactamente lo que hace que esté mal matar a seres humanos.

Consideremos, en primer lugar, la idea de que quitar la vida a un ser humano inocente siempre está mal, a menudo conocida como la opinión de que la vida humana es sacrosanta o inviolable, y utilizada como base para la oposición al aborto y la eutanasia.⁠24 Pocos defensores de este punto de vista se oponen a la matanza de animales no humanos. La creencia de que la vida humana, y solo la vida humana, es sacrosanta es una forma de especismo.

Para verlo, consideremos el caso de la bebé Theresa, nacido en Florida en 1992 con anencefalia, una enfermedad caracterizada por la ausencia de la mayor parte del cerebro. Los bebés anencefálicos no tienen muerte cerebral, porque el tronco encefálico, que regula funciones como la respiración y los latidos del corazón, sigue funcionando; pero nunca serán conscientes ni podrán sonreír a su madre. Normalmente no se hace ningún esfuerzo por mantener con vida a estos bebés, que mueren a las pocas horas de nacer. Pero Laura Campo, la madre de Theresa, quería que el trágico nacimiento de su hija tuviera algún efecto positivo y la ofreció como donante de órganos para ayudar a otro niño, tal vez un bebé con un defecto cardíaco mortal. (Estos bebés suelen morir porque rara vez se dispone de corazones infantiles para trasplantes). Sin embargo, los médicos se negaron a extraer los órganos de Theresa, alegando que no estaba muerta. Campo y el padre del bebé acudieron a los tribunales para pedir permiso para extraer los órganos mientras Theresa seguía viva, ya que un trasplante de corazón tiene menos probabilidades de éxito si el corazón ha dejado de latir. La jueza denegó la petición, alegando que no podía autorizar a nadie a quitar una vida humana, “por breve o insatisfactoria” que fuera. Legalmente, extirpar el corazón del bebé habría sido un asesinato, y en este sentido la ley refleja la idea de que todo ser humano inocente tiene un derecho inviolable a la vida.

Theresa murió pocos días después y sus órganos no beneficiaron a nadie.⁠25 Sin embargo, las mismas personas que afirman que matarla habría estado mal no habrían tenido inconveniente en extraer el corazón de un cerdo sano y plenamente consciente, de un babuino o, probablemente, incluso de un chimpancé, si con ello se hubiera salvado una vida humana. ¿Cómo pueden justificar estos juicios diferentes? Algunos pueden apelar a puntos de vista religiosos, diciendo que la Theresa tenía un alma inmortal o estaba hecha a imagen de Dios, mientras que los animales no humanos carecen de alma y no están hechos a imagen de Dios. Este punto de vista carece de cualquier explicación razonada que justifique la creencia de que cada miembro de la especie Homo sapiens tiene un alma inmortal o está hecho a imagen de Dios, pero ningún miembro de cualquier otra especie comparte estas características. Por muy importantes que estas creencias hayan sido históricamente, hoy están menos extendidas y, en cualquier caso, en una comunidad pluralista con separación entre Iglesia y Estado, la ley no debería basarse en creencias religiosas. Parece, por tanto, que en una sociedad así, la idea de que habría estado mal extirpar el corazón a Theresa, pero bien extirparlo a animales no humanos con mayor consciencia y mayor potencial para disfrutar de sus vidas, se basa en el hecho de que Theresa era miembro de la especie Homo sapiens, mientras que los cerdos, los babuinos y los chimpancés no lo son. Estamos, una vez más, ante una creencia que es mero especismo.⁠b

Esto no significa que para evitar el especismo debamos sostener que es tan malo matar a un perro como a un ser humano en plena posesión de sus facultades. La única postura que es totalmente especista es la que pretende que los confines del derecho a la vida coincidan exactamente con los de nuestra propia especie. Para evitar el especismo, debemos admitir que los seres que son similares en todos los aspectos relevantes tienen un derecho similar a la vida; y la mera pertenencia a nuestra propia especie no es una distinción moralmente relevante en la que basar este derecho. Dentro de estos límites podríamos seguir sosteniendo, por ejemplo, que es peor matar a un ser humano adulto con capacidad de autoconsciencia y de planificar el futuro y tener relaciones significativas con los demás, que matar a un ratón, que presumiblemente no comparte todas estas características; o podríamos apelar a los lazos familiares estrechos y duraderos y a otros vínculos personales que tienen los seres humanos, pero que los ratones no tienen en el mismo grado; o podríamos pensar que la diferencia crucial radica en las consecuencias para otros seres humanos, que temerán por sus propias vidas. Sea cual fuere el criterio que elijamos, sin embargo, tendremos que admitir que no coincide con los límites de nuestra especie. Podemos sostener legítimamente que hay algunas características que hacen que sea peor matar a la mayoría de los seres humanos que matar a un animal no humano, como las que acabamos de exponer; pero según cualquier criterio no especista, muchos animales poseen estas características en mayor grado que un ser humano como la bebé Theresa o algunos otros seres humanos con enfermedades que han mermado sus capacidades cognitivas de forma profunda y permanente. Por lo tanto, si basamos el derecho a la vida en estas características, debemos conceder a estos animales un derecho a la vida al menos tan fuerte como el que concedemos a esos humanos.

Este argumento podría interpretarse como una demostración de que muchos animales no humanos tienen un derecho a la vida fuerte, tal vez incluso absoluto, y que cometemos una grave ofensa moral cada vez que los matamos, incluso cuando son viejos y sufren y nuestra intención es acabar con su miseria. Otra posibilidad es considerar que el argumento demuestra que los seres humanos que carecen de las características necesarias para tener derecho a la vida pueden ser sacrificados por razones bastante triviales, como ahora matamos a los animales. Ya he escrito con detalle sobre estas cuestiones en otro lugar.⁠26 Como el tema principal de este libro es la ética del trato que damos a los animales, y no la ética de las decisiones sobre el final de la vida de los seres humanos, no intentaré zanjar esta cuestión aquí, sino que me limitaré a decir que, aunque las dos posturas que acabo de describir evitan el especismo, ninguna de ellas es satisfactoria. Lo que necesitamos es un término medio que evite el especismo, pero que no degrade a los seres humanos con discapacidades cognitivas profundas de tal forma que sus vidas sean tan prescindibles como la de los cerdos y los perros lo son hoy, ni que haga la vida de los cerdos y los perros sea tan sacrosanta que nos parezca mal poner fin a su sufrimiento aun cuando están en fase terminal. Lo que debemos hacer es incluir a los animales no humanos en nuestra esfera de consideración moral y dejar de tratar sus vidas como prescindibles por razones triviales, y al mismo tiempo reconsiderar nuestra política de preservar las vidas humanas a toda costa, incluso cuando no hay perspectivas de una vida con sentido o de una existencia sin sufrimientos insoportables.

Para apreciar la diferencia entre las cuestiones de infligir dolor y quitar la vida, pensemos en cómo elegiríamos dentro de nuestra propia especie. Si tuviéramos que elegir entre salvar la vida de un ser humano dentro del rango cognitivo normal o la de un ser humano con una discapacidad cognitiva profunda, si todo lo demás fuera igual, la mayoría de nosotros elegiríamos salvar la vida del ser humano cognitivamente normal; pero si tuviéramos que elegir entre evitar el dolor en el ser humano cognitivamente normal o en el ser humano cognitivamente discapacitado —imaginemos que ambos han recibido heridas dolorosas pero superficiales, y solo tenemos analgésicos suficientes para uno de ellos—, no está tan claro cómo deberíamos elegir.

Lo mismo ocurre con otras especies. El mal del dolor, en sí mismo, no se ve afectado por las demás características del ser que siente el dolor; mientras que el valor de la vida y la incorrección moral de matar pueden verse afectados por estas otras características. Quitarle la vida a un ser que ha estado esperando, planificando y trabajando por un objetivo futuro es privarlo de la realización de todos esos esfuerzos; quitarle la vida a un ser con una capacidad mental por debajo del nivel necesario para comprender que es un ser que tiene un futuro —y mucho menos para hacer planes para el futuro— no puede implicar este tipo específico de pérdida. Es razonable sostener que matar a alguien que está tan fuertemente orientado hacia su futuro a largo plazo es normalmente un mal mucho más grave que matar a un ser que vive solamente en el presente y tiene solamente un horizonte de futuro a corto plazo. (Dicho sea de paso, esto debería indicar cómo responder a la táctica común de ridiculizar a los defensores de los animales diciendo que queremos conceder a los mosquitos el mismo derecho a la vida que a los humanos.)⁠27 Sin embargo, no intentaré dar una respuesta general a la pregunta de cuándo está mal matar sin dolor a un animal. Las conclusiones que se defienden en este libro se basan únicamente en el principio de minimizar el sufrimiento. Curiosamente, esto es cierto incluso para la conclusión de que deberíamos, en la mayoría de las circunstancias, evitar comer productos de origen animal, una conclusión que en la mente popular se basa en la creencia de que matar animales está mal.

Mirando hacia delante

Es posible que te surjan algunas preguntas:

  • ¿Qué debemos hacer, si aceptamos el principio de igual consideración de intereses similares, con los animales que causan daños a los seres humanos?
  • ¿Deberíamos intentar evitar que un gato mate a un ratón o que un león mate a una cebra?
  • ¿Cómo sabemos que las plantas no pueden sentir dolor? Y si pueden, ¿deberíamos morirnos de hambre?

Se trata en todos los casos de buenas preguntas, pero para no desviar el argumento principal de este libro, pospongo mis respuestas al capítulo 6. Si estás impaciente por obtener respuesta a tus objeciones, no puedo impedirte que las busques allí ahora. Si puedes esperar, encontrarás que los dos capítulos siguientes exploran dos ejemplos de especismo en la práctica.

No quiero escribir un compendio de todas las cosas desagradables que los humanos hacen a los animales, así que este libro no contiene ninguna discusión sobre prácticas como la caza deportiva, la industria peletera, la tenencia de mascotas exóticas, o los animales en circos o rodeos; y dice poco sobre el impacto de los humanos en los animales salvajes. En cambio, he profundizado en dos ejemplos centrales de especismo en la práctica. No se trata de ejemplos aislados de sadismo, sino de prácticas que implican en un caso a más de cien millones de animales, y en el otro a más de cien mil millones de animales vertebrados cada año. Tampoco podemos fingir que no tenemos nada que ver con estas prácticas. Una de ellas, la experimentación con animales, es promovida por nuestros gobiernos y a menudo sufragada con nuestros impuestos. La otra, la cría de animales para la alimentación, solo es posible porque la mayoría de la gente compra y come estos productos. Estas prácticas son el corazón del especismo. Causan más sufrimiento a más animales que cualquier otra cosa que los seres humanos hacen. Para ponerles fin debemos cambiar lo que comemos, y cambiar también las políticas de nuestros gobiernos. Si conseguimos acabar con estas formas de especismo promovidas oficialmente, la abolición de las demás prácticas especistas no tardará en llegar.