La pobreza global y las exigencias de la moral
Muchos seres humanos viven en condiciones de extrema pobreza, condiciones que son casi desconocidas en países ricos, como Estados Unidos, Australia o los países de Europa occidental. Si bien en esos países ricos la pobreza existe, es un tipo de pobreza muy diferente. Estamos familiarizados con la pobreza relativa, en la que algunas personas tienen comparativamente menos que otras, lo que da como resultado exclusión social, delincuencia y otros problemas. Este tipo de pobreza genera una gran preocupación en estos países, pero es importante distinguirla del tema que aborda este capítulo: la pobreza absoluta. La pobreza absoluta no se define en términos de lo mal que está una persona en comparación con otra, sino en términos de lo poco que tiene una persona en comparación con un estándar definido como la capacidad para cubrir las necesidades básicas de la vida. Este capítulo se ocupa de la pobreza absoluta a escala mundial.
Para poner las cosas en perspectiva, pensemos que de los 7 000 millones de personas que viven hoy en el mundo:
• 2 500 millones viven con menos de 2 dólares por día;
• 1 300 millones viven con menos de 1,25 dólares por día;
• 1 000 millones carecen de agua potable;
• 800 millones se acuestan con hambre cada día;
• 100 millones de niños ni siquiera reciben una educación básica;
• 800 millones de adultos no saben leer ni escribir;
• 6 millones de niños mueren cada año debido a enfermedades evitables.1
Es difícil comprender realmente estas cifras. Por ejemplo, ¿cómo puede una persona vivir con solo 1,25 dólares por día? ¿Cómo puede alguien asegurarse un techo con menos de 9 dólares por semana, por no hablar de alimentos, ropa, medicamentos y otros artículos de primera necesidad?
En primer lugar, hay que señalar que esto no se debe a que un dólar permita comprar muchas más cosas en los países pobres. En estos países, cada dólar alcanza para mucho más: en la India, con un dólar se puede comprar aproximadamente cuatro veces más de lo que se compra en EE. UU., pero las cifras antes mencionadas ya lo tienen en cuenta. La cantidad de dólares a la que alguien en este nivel tiene acceso realmente es, de hecho, muy inferior a 1,25 por día, pero esa cantidad tiene el mismo poder adquisitivo que 1,25 dólares tienen en EE. UU.
Eso no alcanza ni siquiera para costear el alojamiento más barato en la mayoría de los pueblos o ciudades de los países ricos, pero en los países más pobres hay un nivel de alojamiento por debajo de cualquier opción disponible en el mundo desarrollado, e incluso otro nivel aún más bajo. Lo mismo ocurre con muchas de las otras cosas que los pobres pueden comprar: son de un nivel inferior a cualquier cosa que el mercado nos puede ofrecer en los países ricos. No es que todo lo que tienen estas personas en sus vidas sea de un estándar inferior, pero gran parte de la base material sí lo es.
Además de esta pobreza material, las personas más pobres del mundo a menudo reciben una educación de muy baja calidad, muy inferior a la que reciben quienes viven en países ricos, y hay cientos de millones de personas que no saben leer ni escribir. Obviamente, eso hace que les resulte mucho más difícil progresar en la vida.
Se suma a esto que hay una cantidad desgarradora de enfermedades sin tratar. Esta es un área en la que la ayuda ha generado enormes mejoras: cada año, se han salvado literalmente millones de vidas. Sin embargo, año tras año continúan muriendo 6 millones de niños debido a enfermedades evitables, por no decir nada de las enfermedades o las lesiones discapacitantes.
Realmente, es muy difícil entender esa cifra y la emergencia continua que representa. Seis millones de niños muertos por año equivalen a más de 16 000 muertes por día. Es como si cuarenta aviones Boeing 747 llenos se estrellaran todos los días. Si se estrellara uno solo, saldría en las noticias de la noche. Las escenas de los rescatistas buscando entre los restos y de los médicos atendiendo a los sobrevivientes llenarían nuestras pantallas y, con toda la razón, el hecho se percibiría como una emergencia moral. Sin embargo, la emergencia moral muchísimo mayor de los 16 000 niños que mueren diariamente a causa de enfermedades fácilmente evitables —el equivalente a 40 accidentes de aviones Boeing 747— no se informa, si bien las muertes de mañana no están predeterminadas, si bien es parte de una historia mucho más interesante y problemática sobre quién es responsable y quién debería dar explicaciones. Es una noticia vieja. Es una emergencia cotidiana.
Aunque las cifras mencionadas son clara prueba de la magnitud de la pobreza global, debemos tener cuidado de no considerarlas como algo monolítico. El entramado de la pobreza global es complejo. El mundo ya no puede separarse simplemente entre países ricos y países muy pobres. En los últimos cincuenta años, muchos de los países pobres han comenzado lentamente a acercarse al nivel de los ricos. Tenemos ahora un espectro de países, desde los más ricos hasta los más empobrecidos, cada uno con sus propios desafíos y necesidades. Este cambio debería darnos esperanzas, ya que demuestra que los países pueden salir de la pobreza mediante una combinación de ayuda externa y de desarrollo interno.
Se debe considerar, además, que hay muchos países que han tenido un crecimiento importante de los ingresos, aunque distribuidos de manera muy desigual. Por ejemplo, el ingreso promedio de la India ahora es lo suficientemente elevado como para considerar que la India es, oficialmente, un país de ingresos medios. Sin embargo, todavía tiene unos 380 millones de personas que viven por debajo de la línea de pobreza de 1,25 dólares, es decir, más que toda la población de EE. UU. y Canadá.2 Casi un tercio de las personas más pobres del mundo viven en países que no han sido clasificados como países pobres.
Sin embargo, no debemos dejarnos cegar por la complejidad de estas cuestiones. Lo que es importante a los fines del presente debate es que hay una gran cantidad de personas que viven en la pobreza extrema y que existen grandes oportunidades para ayudar a aliviar parte de su sufrimiento o incluso para sacar a algunos de ellos de la pobreza.
Concluyamos esta descripción de la pobreza global considerando la distribución global del ingreso. Supongamos que ordenamos a los seres humanos según sus ingresos. Como antes, ajustemos esto según la paridad del poder adquisitivo para comparar de manera más exacta las disparidades. Los niños presentan otro desafío, ya que no tienen ingresos. Por esta razón, dividiremos los ingresos de un hogar equitativamente entre sus miembros. Pues bien, si ordenaras a todos según los ingresos, verías la distribución del ingreso como en la figura.a
Una distribución perfectamente equitativa daría como resultado una línea horizontal en el gráfico, pero la distribución real no se le parece en nada: todo está amontonado en el extremo derecho del gráfico, en manos de las personas más ricas. ¿En qué lugar del cuadro te encuentras? La mayoría de las personas de los países ricos no se consideran verdaderamente ricas. Se comparan con las personas de sus círculos sociales y consideran que son un poco más ricas o un poco más pobres que ellas. Sin embargo, a escala global, esas personas a menudo son muy ricas.
Por ejemplo, una persona soltera en Estados Unidos que ganara 30 000 dólares por año estaría en el 2 por ciento más rico de la población mundial, y ganaría veinticinco veces más que el ser humano promedio. Incluso el salario mínimo federal en EE. UU. (7,25 dólares por hora, es decir, 14 500 dólares por año) sería suficiente para situar a una persona soltera en el 10 por ciento más rico de la población mundial. Incluso si en este momento no estás entre los más ricos del mundo por tener hijos que dependen de ti, es probable que lo seas cuando ellos ya no vivan contigo.
Este gráfico es uno de los resúmenes más importantes del mundo actual. Es una muestra de lo desigual que es el mundo. Nos explica cuál es nuestro propio lugar en este desastre, y muestra lo poco que necesitamos cada dólar extra en comparación con las personas más pobres del mundo.
El utilitarismo es una teoría moral según la cual lo que importa en última instancia es aumentar la proporción de felicidad respecto del sufrimiento. Aunque sus raíces son anteriores, cobró relevancia gracias a los trabajos de Jeremy Bentham y John Stuart Mill, en los siglos XVIII y XIX.
En esencia, el utilitarismo es una teoría muy simple. Sus defensores ven esta simplicidad como una gran ventaja, ya que enfatiza una verdad obvia e importante: que la felicidad es muy buena y el sufrimiento muy malo. Se puede llegar al utilitarismo a través de la idea de benevolencia imparcial: primero, se considera aquello que hace que la vida de un individuo sea buena (una mayor proporción de felicidad respecto del sufrimiento) y luego se busca este objetivo para todos maximizando la suma de toda la felicidad menos la suma de todo el sufrimiento. También se puede alcanzar a través del velo de la ignorancia: imaginando que no supieras qué persona de la sociedad serías y luego eligiendo una estructura de sociedad tal que te habría resultado la más conveniente si hubieras tenido las mismas posibilidades de ser cualquier persona.3
La simplicidad del utilitarismo también ha significado que prácticamente no deja margen para que los detalles de la teoría codifiquen los prejuicios de nuestro tiempo o lugar. De hecho, esto le ha dado al utilitarismo un poder considerable para la reforma social, revelando a sus partidarios cómo podrían mejorar sus propias sociedades, y a menudo convenciéndolos de la necesidad de introducir reformas. Por ejemplo, llevó a Bentham a abogar por una reforma legal para proteger el bienestar de los animales y a Mill a defender la igualdad de los derechos legales para las mujeres.
Quienes se oponen al utilitarismo ven su simplicidad como una limitación fundamental. Afirman que la moral es más compleja de lo que una teoría puede contemplar. Por ejemplo, intuitivamente creemos que la moral tiene algunos aspectos relativos al agente en forma de restricciones y opciones, ninguno de los cuales es reconocido por el utilitarismo. Esto normalmente toma la forma de restricciones laterales, donde se prohíbe a un agente aumentar el bien considerado imparcialmente, por ejemplo, no permitiéndole matar a una persona para salvar la vida de otras dos. Las opciones consisten en permitirle a un agente que persiga sus propios proyectos hasta cierto punto, incluso cuando podría aumentar más el bien considerado imparcialmente gastando sus recursos en otras personas. Las restricciones laterales no serán muy relevantes en este capítulo, pero la cuestión de si tenemos opciones morales es central.
Aplicado a los actos, el utilitarismo afirma: un acto es correcto si y solo si conduce a más felicidad neta que cualquier otra alternativa. Ahora veamos cómo se aplicaría esta idea al acto de donar a una organización benéfica eficaz que ayude a algunas de las personas más pobres del mundo. Por ejemplo, pensemos en una organización que brinde medicamentos esenciales para ayudar a salvar a los seres humanos de enfermedades evitables. Es muy probable que los beneficios esperados en términos de felicidad y sufrimiento para los receptores superarán con creces el provecho que podría obtenerse utilizando este dinero para fines personales. Dado que esto es todo lo que importa según el utilitarismo, será correcto donar a tal organización de beneficencia e incorrecto utilizar ese dinero para fines personales. De hecho, dado que somos muchísimo más ricos, es probable que aumentemos la proporción de felicidad respecto del sufrimiento todavía más si donamos una gran parte de nuestra riqueza —quizás la mitad o más—, de modo que también se nos exigiría este nivel de sacrificio.
Esto es contrario al sentido común. Muchas personas consideran que esta versión de la moral es demasiado exigente. Normalmente pensamos que donar a una organización de beneficencia de este tipo es encomiable y bueno (o supererogatorio), pero no obligatorio. No sería incorrecto negarse a donar; solo sería subóptimo. El sentido común, entonces, tiene tres categorías morales de actos: no permitidos, (meramente) permitidos y supererogatorios.
Por lo general, se piensa que donar a una organización benéfica se ubica en la tercera de estas categorías. El utilitarismo, sin embargo, no tiene tal categoría. Sostiene que el acto con las mejores consecuencias morales es un acto permitido (correcto) y que todos los demás son actos no permitidos (incorrectos). Así, algunos actos que son intuitivamente supererogatorios, como el acto de donar el diez por ciento de los ingresos propios, podría resultar no permitidos para el utilitarismo si se lograra un mayor bien donando un porcentaje mayor.
En 1972, el primer número de la revista Philosophy and Public Affairs incluyó un artículo de un filósofo australiano relativamente desconocido. Hambre, riqueza y moralidad, de Peter Singer, despertó el interés en la ética de la pobreza global entre los filósofos morales y desempeñó un papel importante en la formación del campo emergente de la ética práctica. En ese momento, los filósofos morales se ocupaban en gran medida de la ética teórica, particularmente con preguntas abstractas sobre el significado de los términos morales. Un artículo sobre filosofía moral que abordaba un acontecimiento global importante y utilizaba métodos filosóficos para incitar a las personas a la acción suponía un tipo de ética llamativamente diferente.
El artículo, escrito en respuesta a las hambrunas en Bengala, consideraba los argumentos morales en favor de la ayuda internacional. Por supuesto, era (relativamente) indiscutible que ayudar a las personas que viven en la pobreza era algo bueno, pero el argumento de Singer iba más allá de esto en dos sentidos. Singer argumentó que donar no era meramente supererogatorio, sino obligatorio, y no se basó en una teoría ética polémica como el utilitarismo, sino que argumentó directamente a partir de la siguiente intuición:
El principio del sacrificio: Si está en nuestras manos evitar que algo malo suceda, sin sacrificar por ello nada de importancia moral comparable, tenemos la obligación moral de hacerlo.
Singer ilustra los efectos de este principio con un ejemplo:
El estanque: Si voy caminando junto a un estanque poco profundo y veo a un niño que se está ahogando, debo meterme y rescatarlo. Mi ropa se embarraría, pero esto es insignificante, mientras que la muerte de un niño sería presumiblemente algo muy malo.4
Si una persona en esta situación abandonara al niño que se está ahogando, la mayoría de las personas juzgarían que actuó mal. No sería excusa suficiente la posibilidad de embarrarse la ropa, incluso si esto significara arruinar un traje nuevo. Además, nuestro pensamiento en este caso parece ajustarse al estilo del principio del sacrificio: juzgamos que es incorrecto dejar que el niño se ahogue porque permite que algo muy malo suceda solo por evitar una pérdida comparativamente insignificante.
Sin embargo, la situación con respecto a las donaciones a organismos de beneficencia es similar. Al donar a las organizaciones de ayuda más eficaces, podemos evitar un gran sufrimiento a otras personas, o incluso salvar vidas, a un costo comparativamente insignificante para nosotros mismos. Si el principio del sacrificio es válido, entonces no donar también es moralmente incorrecto.
El caso de la pobreza global nos exige todavía más, porque una vez que hemos hecho una donación podríamos hacer otra. Una vez más, nos enfrentaríamos a una pérdida bastante insignificante para evitar que suceda algo muy malo, por lo que debemos hacerlo. Tal como señala Singer, esto continuaría hasta que donáramos tanto que la pérdida para nosotros comenzara a ser muy significativa en comparación con el beneficio que podría producir. Ello podría deberse a que nos habremos empobrecido tanto que dar el dinero sería un sacrificio verdaderamente grande, o a que necesitaríamos una cantidad razonable para poder funcionar y vestirnos de acuerdo a lo que requieren los trabajos bien remunerados que nos permiten ganar más dinero para donar. En cualquier caso, el principio del sacrificio es muy convincente y, al mismo tiempo, muy exigente. Considerando los datos sobre la pobreza, el principio requiere serios cambios en el modo en que pensamos nuestras vidas.
Por supuesto, hay varias diferencias entre el caso del estanque y la donación a organizaciones de ayuda eficaces. Por ejemplo, en este último caso tenemos distancia física, distancia cultural, múltiples salvadores potenciales, un desastre continuo y un entramado confuso de causas. Sin embargo, no es claro por qué alguna de estas características deberían marcar una diferencia moral decisiva. De hecho, Peter Unger ha investigado cada una de estas diferencias en su libro Living High and Letting Die, que se inspiró en el artículo de Singer. Al analizar estas características individualmente, él muestra cómo cada una puede representarse en una versión del estanque, y que la exigencia moral persiste. También debe enfatizarse que el muy plausible principio del sacrificio no hace referencia a ninguna de estas características, por lo que si lo aceptamos, debemos admitir que es incorrecto no donar, independientemente de las presuntas diferencias entre los casos.
El artículo de Singer es notable por derivar una conclusión tan fuerte —y opuesta a muchas intuiciones y prácticas sociales generalizadas— de un argumento muy breve y simple basado en intuiciones de sentido común. Si bien Singer es un defensor del utilitarismo, y su argumento puede haberse inspirado en consideraciones de benevolencia imparcial, su argumento ciertamente no requiere que se adopte esta teoría. Su principio del sacrificio es un principio mucho más débil y es compatible con muchas teorías morales además del utilitarismo.
Es más débil en dos importantes sentidos. En primer lugar, no nos exige que hagamos cosas buenas por los demás solo para evitar que suceda algo malo. Dar cosas buenas a las personas (como música o arte) podría seguir considerándose supererogatorio. En segundo lugar, el principio solamente se aplica cuando el mal que se puede evitar es mucho peor que el sacrificio necesario para evitarlo. No requiere que sacrifiques mucho para dar a otra persona un poquito más.
También hay dos aspectos clave en los que el argumento de Singer es similar al argumento utilitarista. Primero, no distingue demasiado entre actos y omisiones: requiere que actuemos para evitar un daño de la misma manera que muchos principios (como “No matarás”) nos prohíben hacer daño. En segundo lugar, se toma muy en serio los resultados para los demás. Es malo que las personas de países pobres sufran, esta adversidad puede compararse al menos aproximadamente con la adversidad para una persona rica de tener menos dinero, y llegamos a la conclusión de que lo primero es mucho peor. Por lo tanto, debemos ayudar a estas personas.
Quizás lo más importante sea que el artículo ‘Hambre, riqueza y moralidad’ destaca la magnitud y la urgencia de la pobreza global como una cuestión moral. La pobreza global es uno de los mayores problemas morales del mundo. Tal vez solamente evitar las grandes catástrofes globales, como el cambio climático extremo, sea de una escala comparable. Por ejemplo, pensemos en la guerra. La cantidad total de muertos por todos los actos de guerra y genocidio durante el siglo XX, incluidos los no combatientes, ronda los 230 millones, es decir 2,3 millones de muertes por año.b
En comparación, los programas de inmunización han reducido el número de muertes por enfermedades evitables de 5 a 1,4 millones por año aproximadamente. Se salvan así unos 3,6 millones de vidas cada año: más de las que se salvarían con la paz mundial. Además, la campaña de erradicación de la viruela ha reducido las muertes de 3 millones por año a cero, la terapia de rehidratación oral ha reducido las muertes por enfermedades diarreicas de 4,6 a 1,6 millones por año, y el control de la malaria ha reducido las muertes de 3,8 a 1 millón por año.5 Cada una de estas cuatro intervenciones ha salvado más vidas de las que habría salvado la paz mundial.
Por supuesto, la pobreza y la enfermedad no han desaparecido. Cada año mueren 6 millones de niños por enfermedades evitables; evidentemente, aún tenemos un amplio margen de oportunidad para obtener nuevos beneficios, y la urgencia moral de aprovecharlo. Cada día que nos retrasamos equivale a otros cuarenta aviones Boeing 747, y esto solamente se refiere a las muertes, a las que habría que añadir todas las enfermedades no letales y muchas otras formas de sufrimiento y marginación.
Además de ser un problema de tan gran escala, es una de las cuestiones morales más urgentes y ubicuas. Si bien se ha escrito mucho sobre la ética de las nuevas tecnologías biomédicas, como la clonación, estas suelen tener muy poco impacto en las elecciones morales que hacemos en nuestra vida. Incluso un tema muy importante como el aborto nos confronta directamente solo unas pocas veces en nuestra vida, si es que ello ocurre. En cambio, cada día ganamos dinero que podría servir para evitar grandes sufrimientos y cada día podríamos optar por donar parte de estas ganancias o parte de nuestros ahorros o capital. Como muestra Singer, la pobreza global nos enfrenta a situaciones de vida o muerte y lo hace a diario, lo que la convierte en una cuestión moral central de nuestro tiempo, y muy posiblemente en el problema central.
En respuesta a la naturaleza extremadamente exigente de la postura de Singer sobre la ética de la pobreza global, muchas personas podrían inclinarse a pensar que todo esto está demasiado alejado del pensamiento habitual como para ser tomado en serio. Mientras que Singer argumenta que es el sentido común el que lleva a su conclusión, si esta conclusión es tan poco intuitiva, entonces tal vez haya algo incorrecto en el argumento.
Singer anticipa esta reacción y defiende su opinión señalando un fuerte paralelismo histórico entre su perspectiva y los escritos de Tomás de Aquino:
Lo que alguien tenga en sobreabundancia se debe, por derecho natural, al sustento de los pobres. Por ello dice Ambrosio estas palabras, que se repiten en el Decreto de Graciano: “el pan que almacenas pertenece al hambriento, las ropas que guardas bajo llave, al desnudo, y el dinero que entierras es la redención y la libertad de los indigentes”.6
Estas palabras de Tomás de Aquino apelan a una corriente del pensamiento cristiano muy anterior a la Edad Media. De hecho, las ideas son expresadas con mucha claridad por dos padres de la iglesia en el siglo IV. Basilio de Cesarea escribe:
¿No se llama ladrón al que despoja a un hombre de sus ropas? Y quien no viste al desnudo cuando podría hacerlo, ¿merece un nombre diferente? El pan que guardas pertenece a los hambrientos, el manto dentro tu armario, al desnudo, los zapatos que dejas que se pudran, a los descalzos, y tu plata acumulada, a los indigentes. Por lo tanto, has sido injusto con todos aquellos a quienes no has ayudado.7
En una línea muy similar, dice Ambrosio:
No le das al pobre nada que sea tuyo: le devuelves lo que es suyo, porque te has apropiado de bienes destinados al uso común. La tierra es de todos, no solo del rico; sin embargo, quienes solo poseen su parte son menos que los que disfrutan de más de lo que les corresponde. No estás dando limosna: estás pagando una deuda.8
Por radicales que suenen, estas ideas siguen vigentes en la ética cristiana. En 1965, el Concilio Vaticano II declaró:
[L]os hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no solo con los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a [acordarse] de aquella frase de los Padres: “Alimenta al que muere de hambre, porque si no lo alimentas, lo matas”.9
Dos años después, el Papa Pablo VI aplicó explícitamente esto a la situación de la pobreza global:
Hay que decirlo una vez más: lo superfluo de los países ricos debe servir a los países pobres. La regla que antiguamente valía en favor de los más cercanos, debe aplicarse hoy a la totalidad de las necesidades del mundo.10
Estos pasajes describen una visión cristiana de la propiedad que es marcadamente diferente de la concepción jurídica moderna. En términos generales, dice que la institución de la propiedad privada es buena en la medida en que tiene buenos efectos, como hacer que las personas cuiden bien sus posesiones. Sin embargo, este derecho de custodia no es un derecho irrestricto: no da derecho a una persona a hacer lo que quiera con su propiedad. Es incorrecto negar la riqueza a quienes la necesitan desesperadamente. De hecho, se considera que una persona que necesita desesperadamente un recurso que tú posees legalmente tiene un derecho de propiedad de mayor peso que el que tú tienes; si lo tomara, no se consideraría un robo. Por el contrario, si evitaras que lo tomara, tú serías el ladrón.
Este aspecto del pensamiento cristiano comparte las mismas dos características con el utilitarismo y con el principio del sacrificio. Se niega (muy drásticamente) a hacer una distinción entre actos y omisiones, y se toma muy en serio los resultados para otras personas.
Sin embargo, también hay diferencias significativas entre estas perspectivas. Tanto el utilitarismo como el principio del sacrificio te indican que debes donar porque eso ayuda a aliviar el sufrimiento de los pobres. Dado que puedes hacer eso a un costo personal relativamente bajo, tu acto mejora la proporción general de felicidad respecto del sufrimiento. Exactamente de esto se trata el utilitarismo, y también es la motivación central del principio del sacrificio. El principio no siempre requiere que uno actúe para mejorar esta proporción; es mucho más débil que eso. Pero cuando puedes mejorar esta proporción haciendo un sacrificio relativamente insignificante, el hecho de que tu acto ayude a otro más de lo que te cuesta es lo que lo hace obligatorio.
En cambio, con la ética cristiana hay al menos otros dos elementos en juego. En primer lugar, un elemento de justicia. Recordemos las palabras antes citadas de Ambrosio: “No le das al pobre nada que sea tuyo: le devuelves lo que es suyo, porque te has apropiado de bienes destinados al uso común”. En segundo lugar, está la idea de que donar tu riqueza puede mejorar tu vida de otras maneras, aun cuando te hace materialmente más pobre: por ejemplo, vivir con sencillez mejora el propio carácter y deshacerte de tus posesiones mundanas es una forma de lograrlo. Dice también Ambrosio: “Vende tu oro y compra la salvación; vende tus joyas y compra el reino de Dios; vende tu tierra y compra la vida eterna”.11 Pablo VI hace algunas observaciones similares, aunque resaltando los riesgos que corres al no donar: “Los ricos, por otra parte, serán los primeros beneficiados de ello. Si no, su prolongada avaricia no hará más que suscitar el juicio de Dios”.12
Para concluir, volvamos a la principal objeción a la idea de que donar una gran parte de los propios ingresos es obligatorio: que es demasiado exigente. Si bien esta objeción se hace con frecuencia al argumento del utilitarismo y al del principio del sacrificio,13 nunca he oído que se haga contra la ética cristiana. A menudo se ve como muy exigente, pero no como excesivamente exigente, no como tan extremadamente exigente que tengamos razones para dudar de que sea verdad, que es como muchas personas reaccionan ante el utilitarismo y el principio del sacrificio.
Tal vez esto se deba sobre todo a la ignorancia entre los filósofos morales respecto a cuán exigentes son, en rigor de verdad, las opiniones centrales de la ética cristiana. Desde luego que esa es una posibilidad, pero también puede haber otras razones. Por ejemplo, podría deberse a la naturaleza de la exigencia: la gente podría pensar que si Dios exige algo, esa no es una exigencia excesiva. Esto deja sin resolver la cuestión de si Dios realmente exige esto, pero podría pensarse que es razonable que Dios lo exija, o que la evidencia de que Dios lo exige es muy clara.
De todos modos, el hecho de que las personas por lo general no consideren que el muy exigente relato cristiano de la beneficencia sea excesivamente exigente parece ser indicio de que tales relatos no deben ser rechazados tan rápidamente por ser excesivamente exigentes. Esto es particularmente cierto si se tiene en cuenta que desde una perspectiva cristiana uno podría aceptar el utilitarismo como una aclaración de la enseñanza de Jesús (Trata a los demás como quisieras que te trataran a ti; ama a tu prójimo como a ti mismo).
A los fines de este capítulo, podemos distinguir tres tipos de objeción de la sobreexigencia: (1) que es psicológicamente imposible satisfacer las exigencias, (2) que es contraproducente exigir tanto y (3) que las exigencias son irrazonablemente altas.
La primera es una variante psicológica de la supuesta limitación de la moral de que “deber implica poder”: no se nos puede obligar a hacer algo si no podemos hacerlo, o, como en el presente caso, si no somos capaces de hacerlo aunque podamos realizar físicamente esas acciones. Podemos dejar de lado la cuestión de si este principio filosófico está justificado señalando que, en todo caso, es empíricamente erróneo. Por ejemplo, algunas personas ciertamente donan proporciones muy grandes de sus ingresos. Además, desde el punto de vista psicológico, no tiene por qué ser tan difícil hacerlo. Solo basta con leer sobre el sufrimiento evitable hasta alcanzar un momento de claridad moral que nos lleve a dar de alta un débito automático que retire de nuestra cuenta bancaria parte de nuestros ingresos. En ese momento, las cosas cambian y sería bastante difícil, desde lo psicológico, decirle al banco que cancele las donaciones en curso. Todavía mejor sería hacer, además, una declaración pública de la donación para atarse aún más al mástil.
La segunda objeción considera que la exigencia es tan poco realista que afirmarla sería contraproducente y tendría como resultado que las personas donen todavía menos. Esto bien puede ser empíricamente cierto, pero como Singer ha argumentado, no afecta la verdad de lo que él sostiene. Lo que él dice es que tenemos el deber moral de donar gran parte de nuestros ingresos, pero no necesariamente tenemos el deber moral de decirle a la gente que esta es la mejor manera de recaudar dinero para la beneficencia. Podemos elegir qué orientación ofrecer y algunas formas de orientación conducirán a un bien mayor para los pobres que otras. Tal vez el mejor criterio público para motivar a la gente a actuar sea una norma más fácil de alcanzar, por ejemplo, donar el 10 por ciento de los ingresos. Esto es perfectamente compatible con la existencia de un deber de donar todavía más.
La tercera variante de la objeción es que la conclusión es falsa porque viola nuestra intuición de que la moral no puede exigirnos tanto. Sin embargo, muchos principios morales ampliamente aceptados exigen más que esto. Por ejemplo, está mal matar inocentes. Supongamos que te incriminan en un asesinato y que es probable que seas ejecutado si te llevan a juicio. La única forma de escapar es matando al oficial que te mantiene bajo arresto, pero como es una persona inocente, está mal hacerlo. Por lo tanto, la moral exige que te dejes ejecutar para satisfacer sus exigencias. Se trata de una exigencia mucho más alta que la de donar parte de tus ingresos y, sin embargo, la aceptamos debidamente. Del mismo modo, está mal tener esclavos, y la moral exigió a los amos de esclavos que los liberaran, incluso si eso significaba su ruina financiera. Hay muchos casos similares en los que la moral exige un sacrificio muy alto y, sin embargo, la consideramos aceptable. La mayoría son casos extremos de vida o muerte, pero también lo es la pobreza global.
Mi propio análisis de la intuición que subyace a la objeción de la sobreexigencia es que la obligación de donar gran parte de los ingresos no es intuitiva desde el punto de vista fáctico, pero sí lo es desde el punto de vista moral. Con esto quiero decir que la afirmación “debemos donar gran parte de nuestros ingresos” se basa en dos cosas: un principio moral general como el principio del sacrificio y algunas afirmaciones fácticas sobre el sufrimiento que podría aliviarse mediante una determinada donación. Cuando el principio se combina con los hechos acerca de nuestra situación, genera una exigencia moral práctica sobre nosotros.
Esta exigencia es sorprendente, pero ello podría deberse a que los hechos mismos son sorprendentes. Es sorprendente que vivamos en un mundo tan interconectado y tan injusto que nos sería muy fácil evitar una gran cantidad de sufrimiento a un pequeño costo. Conscientes de ello, una vez que examinamos los hechos, podríamos explicar por qué surgió esa intuición y por qué en última instancia estaba equivocada.
Supongamos que tomamos al pie de la letra la objeción de la sobreexigencia y, por lo tanto, rechazamos el principio del sacrificio. ¿Eso en qué situación nos deja? Creo que daría como resultado una posición todavía menos intuitiva. Nuestra teoría estaría entonces abierta a una objeción de la subexigencia. Alguien que rechaza el principio del sacrificio está afirmando un principio de libertad extrema:
A veces, al menos, es aceptable dejar que otros sufran grandes males con el fin de asegurarnos beneficios desproporcionadamente pequeños.
Para evitar la conclusión de que debemos donar gran parte de nuestros ingresos, también tendríamos que aceptar un principio del lujo:
A veces, al menos, es aceptable dejar que otros mueran para asegurarnos lujos adicionales.
Estos me parecen principios morales absolutamente implausibles. Son subexigentes en extremo y, sin embargo, se siguen del rechazo del principio del sacrificio aplicado a la pobreza global.
Más de mil millones de personas viven en extrema pobreza. La educación que reciben es insuficiente, mueren a causa de enfermedades fácilmente evitables y sufren por falta de alimentos y de agua potable. Su grave situación constituye una emergencia moral constante, posiblemente la más grande de nuestro tiempo. Cuando donamos dinero a las mejores organizaciones de beneficencia que luchan contra las causas o los efectos de la pobreza, cada uno de nosotros puede hacer una contribución enorme, a cambio de un sacrificio comparativamente menor.
En el futuro, cuando ya no exista la pobreza global, la gente mirará hacia nuestra época y se quedará estupefacta ante la parálisis moral de quienes tenían los recursos para ayudar. Más impactante todavía será que tantas teorías no hayan asignado a la pobreza global un lugar prioritario, aún más, que hayan determinado que era conveniente no exigir mucho sacrificio a sus adeptos. Que una teoría moral exija que hagamos grandes sacrificios para corregir estos errores no es algo demasiado exigente, sino justamente exigente.