Riesgos existenciales para la humanidad
La humanidad tiene una vasta historia que abarca cientos de miles de años. Si todo va bien, podemos esperar un futuro de igual o mayor duración. Y así como nuestro pasado fue testigo de una profunda expansión de nuestras capacidades —esperanza de vida, educación, prosperidad y libertades—, el futuro nos ofrece la posibilidad de continuar con ese desarrollo. Tenemos el potencial de lograr que cada rincón del planeta alcance los niveles de bienestar prevalecientes en las regiones más prósperas del orbe y de continuar avanzando a partir de lo conseguido.
Pero este potencial está en peligro. Como toda especie, la humanidad siempre ha estado expuesta al riesgo de extinción por catástrofes naturales. Y a esto hemos sumado riesgos de nuestra propia creación. El poder de la humanidad sobre el mundo que nos rodea ha aumentado enormemente en los últimos 200 000 años. En el siglo XX, con el desarrollo de las armas nucleares, nos volvimos tan poderosos que nos convertimos en una amenaza para nuestra propia supervivencia. Este riesgo disminuyó al final de la Guerra Fría, pero no desapareció del todo, y a él se añadieron otros riesgos que podrían amenazar nuestra existencia, como el cambio climático extremo.
El siglo XX inauguró así una nueva era en la que la humanidad adquirió el poder de poner fin a su historia sin haber alcanzado aún la sabiduría colectiva para garantizar que no lo haga. Este período de riesgo elevado, conocido como el Precipicio,1 está estrechamente relacionado con el Antropoceno; de hecho, una definición que se ha propuesto para el Antropoceno sitúa el inicio de ambos períodos en el mismo momento: el 16 de julio de 1945, cuando se detonó la primera bomba atómica. Así como la Tierra ha iniciado un período geológico en el que la humanidad es la fuerza dominante que da forma al planeta, la humanidad ha comenzado un período histórico en el que los principales riesgos para su supervivencia provienen de ella misma. Ambos períodos se desencadenaron a causa de nuestro creciente poder, pero puede que terminen en momentos muy diferentes: podemos imaginar un futuro en el que la humanidad haya encontrado un camino hacia la seguridad, creando nuevas instituciones para gestionar los riesgos globales, de manera que continúe ejerciendo influencia sobre el planeta sin constituir un riesgo sustancial para sí misma.
Para entender el grave problema al que se enfrenta la humanidad, resulta útil definir dos términos:
Una catástrofe existencial es la destrucción del potencial de la humanidad a largo plazo.
Un riesgo existencial es un riesgo que amenaza con destruir el potencial de la humanidad a largo plazo.a
La forma más evidente de catástrofe existencial sería la extinción humana, pues está claro que eso destruiría nuestro potencial para siempre (figura 1). Pero puede haber otras. Por ejemplo, un colapso global de la civilización, si fuera tan profundo e irrecuperable que destruyera al menos la mayor parte de nuestro potencial. También es posible que la civilización sobreviva, pero se vea arrastrada a un futuro distópico irrecuperable, en el que quede muy poco valor.
Lo que tienen en común estos resultados es que cerrarían por completo la puerta al desarrollo humano. Si se produjera una catástrofe de este tipo, aunque solo fuera una vez, todo lo que hemos conseguido se destruiría de forma definitiva y la posibilidad de crear un mundo más justo y más igualitario desaparecería para siempre. Estos riesgos, por tanto, amenazan los fundamentos más básicos sobre los que descansa casi todo lo demás que valoramos.
¿Qué riesgos podrían suponer semejante amenaza para nuestro potencial a largo plazo? Los más conocidos son los riesgos naturales. Piénsese, por ejemplo, en la posibilidad de que un gran asteroide impacte contra la Tierra. Existe un amplio consenso acerca de que la extinción masiva que se produjo al final del Cretácico, hace 65 millones de años, fue causada por la colisión de un asteroide de 10 kilómetros de diámetro contra nuestro planeta. El impacto arrojó grandes cantidades de polvo y ceniza a la estratósfera, a una altura tal que ya no fue posible que la lluvia volviera a depositarlos en la tierra. La circulación atmosférica esparció esta nube oscura por todo el planeta y provocó un enfriamiento global masivo que duró años. Los efectos fueron tan graves que acabaron con la vida de todos los vertebrados terrestres de más de 5 kilos.3
En la actualidad, los científicos conocen bien la probabilidad de que un asteroide de este tipo nos golpee de nuevo. Por fortuna, es realmente baja.
En un siglo típico, la probabilidad de que un asteroide de 10 kilómetros de diámetro choque con la tierra es de 1 en 1 500 000.5 ¿Y en los próximos 100 años en particular? Los científicos han construido modelos de las órbitas de los cuatro asteroides conocidos de ese tamaño cercanos a la Tierra y han confirmado que no impactarán con nuestro planeta en los próximos 100 años. Lo único que podría ocurrir es que nos impacte un satélite que no haya sido descubierto, algo que parece sumamente improbable. La situación, sin embargo, es algo menos tranquilizadora en el caso de los asteroides de 1 a 10 kilómetros de diámetro, cuya detección y seguimiento son incompletos. Afortunadamente, también es menos probable que provoquen una catástrofe verdaderamente irrecuperable.
Los asteroides son el riesgo existencial mejor conocido. Constituyen un riesgo claro de extinción humana (o de colapso irrecuperable), pero el riesgo es bien conocido y se sabe que es bajo. Además, se trata del riesgo existencial mejor gestionado: existe un eficaz programa de investigación internacional directamente dedicado a la detección y comprensión de estas amenazas.
Entre otros riesgos existenciales conocidos de origen natural figuran los cometas y las erupciones supervolcánicas. No se conocen tan bien como los asteroides y pueden suponer un riesgo mayor. Dado que la mayoría de estos riesgos fueron descubiertos recién en el siglo pasado, cabe suponer que también existan riesgos naturales desconocidos.
Afortunadamente, el registro fósil nos permite estimar el riesgo máximo de extinción asociado a todos los peligros naturales, incluidos los que aún no se han descubierto. Puesto que la humanidad ha sobrevivido a toda la gama de riesgos naturales durante miles de siglos, la probabilidad de extinción por siglo debe ser proporcionalmente pequeña. Esto da lugar a una serie de estimaciones que dependen de lo amplio que sea nuestro concepto de “humanidad” (cuadro 2). También podemos estimar este riesgo de extinción natural considerando la longevidad de otras especies emparentadas, con un rango de estimaciones que dependen de cuán estrecha sea esta relación de parentesco (cuadro 3). Ambas técnicas sugieren que el riesgo total de extinción natural es casi con certeza inferior a 1 en 300 por siglo, y que lo más probable es que sea de 1 en 2 000 o menos.6
Por desgracia, no hay un argumento similar para estimar el riesgo antropogénico total, puesto que aún no hemos vivido lo suficiente. El hecho de haber sobrevivido 75 años desde la invención de las armas nucleares sirve de muy poco para delimitar la magnitud del riesgo existencial asociado a las armas nucleares a lo largo de un siglo. Por lo tanto, debemos afrontar la posibilidad de que ese riesgo sea sustancial.
A principios de la década de 1980, los científicos descubrieron que una guerra nuclear podría provocar un efecto de enfriamiento global similar al de los impactos de grandes asteroides.9 Pese a que esta conclusión resultó controvertida en un principio, la mayoría de las investigaciones posteriores respaldó la existencia de este efecto de “invierno nuclear”, en el que las cenizas de las ciudades en llamas ascenderían a la estratósfera, provocando un enfriamiento severo que duraría años.10 Esto ocasionaría a su vez malas cosechas y hambrunas generalizadas. Los investigadores que estudian el invierno nuclear sugieren ahora que un colapso de la civilización es una posibilidad real, aunque sería muy difícil que el invierno nuclear provoque directamente la extinción humana.b
Afortunadamente, el riesgo existencial asociado a las guerras nucleares ha ido disminuyendo. Desde finales de la década de 1980, el tamaño de los arsenales nucleares se ha reducido significativamente, lo que ha resultado a su vez en una disminución de la intensidad de un invierno nuclear subsiguiente (figura 2). Esto parece deberse, en parte, a la preocupación por el riesgo existencial que planteaban las armas nucleares; tanto el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, como el secretario general de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Mijaíl Gorbachov, mencionaron que la posibilidad de un invierno nuclear les preocupaba profundamente.11 El riesgo también disminuyó de forma importante con el final de la Guerra Fría, que redujo la posibilidad de que se utilicen los arsenales. Sin embargo, la posibilidad no se ha eliminado en absoluto: podría estallar una guerra nuclear si se produjera un lanzamiento accidental (y las consiguientes represalias) o si volvieran a aumentar las tensiones entre las grandes potencias.
El cambio climático también puede constituir un riesgo existencial para la humanidad. Los científicos se han centrado en gran medida en los escenarios más probables. Pese a que estos podrían ser devastadores, no llegarían a ser catástrofes existenciales. Sin embargo, algunas de las posibilidades extremas podrían alcanzar ese umbral. Por ejemplo, todavía no podemos descartar por completo que los ciclos de realimentación climática provoquen un calentamiento global superior a 6 grados Celsius, o incluso de 10 o más grados Celsius.13 Sería extremadamente valioso tener una idea más clara de la probabilidad de esos escenarios extremos y de si la civilización, o la humanidad misma, los sobrevivirían. Pero la falta de investigaciones científicas en este campo hace que no tengamos una buena comprensión del riesgo existencial derivado del cambio climático.
Varias de las mayores catástrofes de la historia humana han sido causadas por pandemias. La peste negra de 1347 significó la muerte de entre el 25 % y el 50 % de la población europea, alrededor de una décima parte de la población mundial.14 La introducción de enfermedades procedentes de Europa (a partir de 1492) pudo haber provocado la muerte de hasta el 90 % de la población de América (también un 10 % de la población mundial).15 La gripe de 1918 le costó la vida a cerca del 3 % de la población mundial.c
La pandemia actual, pues, ciertamente no carece de precedentes. Es la peor que se ha producido en un siglo, pero ni por mucho la peor en un milenio. De hecho, lo que no tendría precedente es la idea de que este tipo de catástrofes han quedado para siempre en el pasado. La pandemia de COVID-19 nos muestra que esta idea es errónea, pues la humanidad sigue siendo vulnerable a las catástrofes globales. Pese a que hemos logrado mejoras sustanciales en medicina y salud pública (que han reducido enormemente la carga de las enfermedades endémicas), no está claro que estemos más a salvo de las pandemias. Ello se debe a que la propia actividad humana, como la agricultura intensiva, la urbanización y los rápidos desplazamientos internacionales, ha hecho que las pandemias sean más peligrosas. Así pues, incluso cuando las pandemias tienen un origen natural, el argumento de los límites del riesgo de extinción natural no es aplicable; dicho argumento parte de la hipótesis de que el riesgo se ha mantenido estable o ha ido disminuyendo a lo largo de la historia humana, lo que puede no ser cierto en este caso. Aunque la pandemia de COVID-19 no supone en sí un riesgo existencial para la humanidad, otras pandemias sí podrían destruir el potencial de nuestra especie.16
Y la situación es mucho más preocupante si consideramos la posibilidad de pandemias creadas artificialmente. La humanidad tiene una larga y oscura historia de utilización de enfermedades como arma, que se remonta a 3 000 años o más.17 De hecho, hay datos fidedignos de que la peste negra se introdujo en Europa catapultando cadáveres infectados a la ciudad sitiada de Caffa, en la península de Crimea.18 En el siglo XX, muchos países adoptaron programas de desarrollo de armas biológicas de gran envergadura, y a pesar de que la Convención sobre las Armas Biológicas de 1972 las prohibió oficialmente, sería un grave error creer que este tratado ha puesto fin a todos los programas de armas biológicas.d Se trata de un símbolo importante y de un foro útil, pero sus recursos son insuficientes: solo cuatro empleados y un presupuesto menor que el de un McDonald’s típico.
La biotecnología avanza a un ritmo vertiginoso. Aunque estos avances son muy prometedores para el progreso médico e industrial, también contribuyen al desarrollo de armas biológicas. Esto permite a los grandes Estados disponer de armas más potentes y abre la posibilidad de que pequeñas naciones o grupos subnacionales hagan uso de armas extremadamente nocivas. Si la biotecnología sigue avanzando, podría generarse una situación muy inestable desde el punto de vista estratégico.
Y existen otros riesgos tecnológicos importantes en el horizonte, como los que surgen de la inteligencia artificial avanzada y de la nanotecnología.e La diversidad de estos riesgos sugiere que un enfoque fragmentario y aislado —basado en la esperanza de que la comunidad pertinente trate cada riesgo por separado— se vuelve cada vez menos sostenible, y se necesita un enfoque más unificado.
Por su propia naturaleza, los riesgos antropogénicos son más especulativos que los naturales, dado que es imposible obtener evidencia de que hayan ocurrido antes. Sin embargo, no por ello son menos peligrosos. Como hemos visto, el riesgo natural es, casi con certeza, inferior a 1 en 300 por siglo. ¿Hasta qué punto podemos estar seguros de que la humanidad sobrevivirá 300 siglos como el siglo XX? ¿O como el XXI? Si consideramos el registro fósil, podemos tener una confianza superior al 99,7 % de que sobreviviremos a los riesgos naturales de los próximos 100 años. ¿Cuán seguros podemos estar de que sobreviviremos a los riesgos provocados por el ser humano? Aunque no podemos saberlo a ciencia cierta, reflexiones como esta hacen pensar que es bastante probable que los riesgos antropogénicos sean ahora la mayor amenaza para nuestro futuro, y que el nivel de riesgo que generan es insostenible (recuadro 1).
El mundo apenas está empezando a comprender la dimensión y la gravedad del riesgo existencial. El importante esfuerzo dedicado a estudiar los riesgos de la guerra nuclear y el cambio climático aún palidecen en comparación con la importancia de los temas. Y poco de este trabajo se ha centrado en las facetas de estos problemas que son más pertinentes para el riesgo existencial (como mejorar nuestra comprensión del invierno nuclear o los ciclos extremos de realimentación climática).
Conviene analizar por qué el riesgo existencial es un riesgo tan desatendido.
En primer lugar, la protección contra el riesgo existencial es un bien público global intergeneracional. La teoría económica predominante predice, por tanto, un fallo de mercado en el que las naciones no pueden capturar individualmente más que una pequeña fracción de los beneficios y se ven tentadas a aprovecharse del esfuerzo de las demás, suministrando una protección subóptima.
En segundo lugar, muchos de los riesgos son inherentemente internacionales y están más allá de la capacidad de cualquier nación individual para resolverlos, incluso si estuviera dispuesta a hacerlo. Por lo tanto, la cooperación y la coordinación internacionales son necesarias, pero avanzan mucho más despacio que la tecnología. Si nos quedamos en un paradigma en el que se requiere un nuevo acuerdo para cada nuevo riesgo y que solo puede lograrse décadas después de que el riesgo adquiera prominencia, terminaremos siempre corriendo al problema por detrás.
En tercer lugar, minimizar el riesgo existencial parece una tarea ingente para la mayoría de las naciones; es algo que supera sus responsabilidades habituales o las competencias de sus líderes. Sin embargo, las naciones no han transferido oficialmente esta responsabilidad al ámbito internacional, lo que las habría llevado a confiar a una institución internacional las tareas clave relacionadas con el seguimiento, la evaluación o la minimización de los riesgos existenciales. Así pues, la responsabilidad de proteger el potencial a largo plazo de la humanidad se filtra por las grietas entre las esferas nacional e internacional.
En cuarto lugar, el propio concepto de riesgos existenciales para la humanidad es muy reciente. Llevamos expuestos a riesgos existenciales de origen antropogénico solo 75 años, la mayor parte de ellos en plena Guerra Fría. Nuestra ética y nuestras instituciones no han tenido tiempo de ponerse al día. A medida que empecemos a abrir los ojos y a darnos cuenta de la situación en la que nos encontramos, nos enfrentaremos a grandes desafíos. Pero también surgirán nuevas oportunidades. Algunas respuestas que al principio parecían imposibles podrían llegar a ser posibles y, con el tiempo, incluso inevitables. Como dijo Ulrich Beck: Se pueden hacer dos afirmaciones diametralmente opuestas: los riesgos globales inspiran un terror paralizante, o bien, los riesgos globales crean un nuevo espacio para la acción
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Como hemos visto, el aumento del riesgo antropogénico significa que la mayor parte del riesgo existencial al que nos enfrentamos procede, probablemente, de nuestras propias acciones. Aunque se trata de una tendencia preocupante, tiene un lado positivo que debería esperanzarnos: el futuro de la humanidad está, en gran medida, bajo su propio control. Si un asteroide de 10 kilómetros de diámetro se dirigiera hacia la Tierra en 10 años, quizá no podríamos hacer nada para detenerlo. Pero los riesgos asociados a una guerra nuclear, al cambio climático y a las pandemias provocadas artificialmente surgen de actividades que los humanos realizan y que, por tanto, los humanos pueden detener.
La tarea no está exenta de desafíos: de coordinación internacional, de verificación y de vigilancia, así como el desafío global de crear la voluntad política necesaria para actuar. Pero estos desafíos no son insuperables.f Si fracasamos, no será porque no había salida, sino porque nos distrajimos con otros asuntos o porque no estuvimos dispuestos a hacer lo que hacía falta. Si nos lo proponemos, nos tomamos los riesgos con la debida seriedad y hacemos de la protección del potencial a largo plazo de la humanidad una de las metas primordiales de nuestro tiempo, nuestra generación podría muy bien ser la que encamine a la humanidad hacia un futuro largo y seguro.