Hambre, riqueza y moralidad
Mientras escribo esto, en noviembre de 1971, la gente está muriendo en Bengala Oriental por falta de alimentos, refugio y atención médica. El sufrimiento y la muerte que están ocurriendo allí ahora no son inevitables: no son inevitables en ningún sentido fatalista del término. La pobreza constante, un ciclón y una guerra civil han convertido al menos a nueve millones de personas en refugiados indigentes; sin embargo, no está fuera de la capacidad de las naciones más ricas prestar la ayuda suficiente para reducir cualquier sufrimiento adicional a proporciones muy pequeñas. Las decisiones y acciones de los seres humanos pueden evitar este tipo de sufrimiento. Desgraciadamente, los seres humanos no han tomado las decisiones necesarias. A nivel individual, las personas, con muy pocas excepciones, no han respondido a la situación de manera significativa. En general, la gente no ha donado grandes sumas a los fondos de ayuda; no ha escrito a sus representantes parlamentarios exigiendo un aumento de la ayuda gubernamental; no se ha manifestado en las calles, ni ha celebrado ayunos simbólicos, ni ha hecho nada dirigido a proporcionar a los refugiados los medios para satisfacer sus necesidades esenciales. A nivel gubernamental, ningún gobierno ha proporcionado el tipo de ayuda masiva que permitiría a los refugiados sobrevivir más de unos pocos días. Gran Bretaña, por ejemplo, ha dado bastante más que la mayoría de los países. Hasta la fecha, ha aportado £14 750 000. A efectos comparativos, la parte británica de los costos de desarrollo no recuperables del proyecto anglo-francés Concorde supera ya los £275 000 000 y, según las estimaciones actuales, alcanzará los £440 000 000. La consecuencia es que el gobierno británico valora un transporte supersónico más de treinta veces más de lo que valora la vida de los 9 millones de refugiados. Australia es otro país que, sobre una base per cápita, está muy arriba en la tabla de “ayuda a Bengala”. Sin embargo, la ayuda de Australia equivale a menos de una doceava parte del costo del nuevo teatro de ópera de Sídney. La cantidad total aportada, de todas las fuentes, asciende ahora a unos £65 000 000. El costo estimado de mantener vivos a los refugiados durante un año es de £464 000 000. La mayoría de los refugiados llevan ya más de seis meses en los campos. El Banco Mundial ha dicho que la India necesita un mínimo de £300 000 000 en ayuda de otros países antes de que acabe el año. Parece obvio que esta ayuda no llegará. La India se verá obligada a elegir entre dejar morir de hambre a los refugiados o desviar fondos de su propio programa de desarrollo, lo que significará que más gente de su propio pueblo morirá de hambre en el futuro.a
Estos son los hechos básicos de la situación actual en Bengala. En lo que aquí nos concierne, esta situación no tiene nada de excepcional, salvo su magnitud. La emergencia de Bengala es solo la más reciente y aguda de una serie de graves emergencias en diversas partes del mundo, derivadas tanto de causas naturales como de causas provocadas por el hombre. También hay muchas partes del mundo en las que la gente muere de desnutrición y falta de alimentos independientemente de cualquier emergencia particular. Tomo Bengala como ejemplo solo porque es la preocupación actual y porque la magnitud del problema ha garantizado que se le dé la publicidad adecuada. Ni los individuos ni los gobiernos pueden pretender ignorar lo que está ocurriendo allí.
¿Cuáles son las implicaciones morales de una situación como esta? A continuación argumentaré que no se puede justificar la reacción de los habitantes de países relativamente ricos ante una situación como la de Bengala; de hecho, es necesario modificar por completo nuestra forma de ver las cuestiones morales —nuestro esquema conceptual moral— y, con ello, el modo de vida que se ha llegado a dar por sentado en nuestra sociedad.
Al argumentar a favor de esta conclusión no pretendo, por supuesto, ser moralmente neutral. Sin embargo, intentaré argumentar a favor de la posición moral que adopto, de modo que cualquiera que acepte ciertos supuestos, que se harán explícitos, aceptará, espero, mi conclusión.
Empiezo con la suposición de que el sufrimiento y la muerte por falta de comida, vivienda y atención médica son malos. Creo que la mayoría de la gente estará de acuerdo en esto, aunque se puede llegar a la misma opinión por caminos diferentes. No voy a defender este punto de vista. Se pueden mantener todo tipo de posturas excéntricas, y quizá de algunas de ellas no se deduzca que la muerte por inanición sea mala en sí misma. Es difícil, y quizá imposible, refutar tales posturas, por lo que, en aras de la brevedad, en adelante daré por aceptada esta suposición. Quienes no estén de acuerdo no necesitan seguir leyendo.
Mi siguiente punto es el siguiente: Si está en nuestro poder evitar que ocurra algo malo, sin sacrificar por ello nada que tenga una importancia moral comparable, debemos, moralmente, hacerlo. Por “sin sacrificar nada que tenga una importancia moral comparable” quiero decir sin provocar que ocurra algo comparablemente malo, o sin hacer algo que sea malo en sí mismo, o sin dejar de promover algún bien moral, comparable en importancia al mal que podemos evitar. Este principio parece casi tan incontrovertible como el anterior. Solo nos exige prevenir lo que es malo, y no promover lo que es bueno, y solo nos lo exige cuando podemos hacerlo sin sacrificar nada que sea, desde el punto de vista moral, comparable en importancia. Podría incluso, en lo que concierne a la aplicación de mi argumento a la emergencia de Bengala, matizar la formulación: Si está en nuestro poder evitar que ocurra algo muy malo, sin sacrificar por ello nada moralmente significativo, debemos, moralmente, hacerlo. Una aplicación de este principio sería la siguiente: Si paso por delante de un estanque poco profundo y veo a un niño ahogándose en él, debo meterme y sacarlo. Me embarraré la ropa, pero eso es insignificante, mientras que la muerte del niño sería, presumiblemente, algo muy malo.
La apariencia incontrovertible del principio que acabamos de enunciar es engañosa. Si se pusiera en práctica, incluso en su forma matizada, nuestras vidas, nuestra sociedad y nuestro mundo cambiarían radicalmente. En primer lugar, el principio no tiene en cuenta la proximidad ni la distancia. Desde el punto de vista moral, es irrelevante que la persona a la que puedo ayudar sea el hijo de un vecino, a diez metros de mí, o un bengalí cuyo nombre nunca sabré, a diez mil kilómetros de distancia. En segundo lugar, el principio no distingue entre los casos en los que soy la única persona que podría hacer algo y los casos en los que soy uno más entre millones en la misma situación.
No creo que haga falta decir mucho en defensa de negarse a tener en cuenta la proximidad y la distancia. El hecho de que una persona esté físicamente cerca de nosotros, de modo que tengamos contacto personal con ella, puede hacer más probable que vayamos a ayudarla, pero esto no demuestra que debamos ayudar a esta persona en lugar de a otra que está más lejos. Si aceptamos cualquier principio de imparcialidad, universalizabilidad, igualdad o lo que sea, no podemos discriminar a alguien por el mero hecho de que esté lejos de nosotros (o nosotros estemos lejos de él). Ciertamente, es posible que estemos en mejores condiciones para juzgar lo que hay que hacer para ayudar a una persona cercana que a una lejana, y quizá también para prestarle la ayuda que juzguemos necesaria. Si esto fuera así, sería una razón para ayudar primero a los que están cerca de nosotros. En otros tiempos, esto podía justificar que nos preocupáramos más por los pobres de nuestra ciudad que por las víctimas de una hambruna en la India. Por desgracia para quienes prefieren limitar sus responsabilidades morales, la comunicación instantánea y la rapidez de los transportes han cambiado la situación. Desde el punto de vista moral, la transformación del mundo en una “aldea global” ha introducido una diferencia importante, que aún no ha sido reconocida, en nuestra situación moral. Los observadores y supervisores expertos, enviados por las organizaciones de alivio de hambrunas o situados permanentemente en zonas propensas a la hambruna, pueden dirigir nuestra ayuda a un refugiado en Bengala casi con la misma eficacia con la que podríamos hacerla llegar a alguien en nuestra propia manzana. Por lo tanto, no parece haber justificación posible para discriminar por motivos geográficos.
Puede que haya una mayor necesidad de defender la segunda implicación de mi principio: que el hecho de que haya millones de personas en la misma situación que yo con respecto a los refugiados bengalíes no hace que la situación sea significativamente diferente de aquella en la que yo soy la única persona que puede evitar que ocurra algo muy malo. Una vez más, por supuesto, admito que hay una diferencia psicológica entre los casos; uno se siente menos culpable por no hacer nada si puede señalar a otros, en situación similar, que tampoco han hecho nada. Sin embargo, esto no puede suponer ninguna diferencia real en nuestras obligaciones morales.b ¿Debo considerar que estoy menos obligado a sacar del estanque al niño que se ahoga si al mirar a mi alrededor veo a otras personas, no más lejos que yo, que también se han dado cuenta de la presencia del niño, pero no hacen nada? Basta con plantearse esta pregunta para darse cuenta de lo absurdo de la idea de que el número disminuye la obligación. Es una excusa perfecta para no hacer nada; por desgracia, la mayoría de los grandes males —la pobreza, la superpoblación, la contaminación— son problemas en los que todo el mundo está implicado casi por igual.
La tesis de que los números tienen relevancia moral puede hacerse plausible si se expone de la siguiente manera: si todo el mundo en circunstancias como las mías donara 5 libras al Fondo de Ayuda a Bengala, habría suficiente para proporcionar comida, alojamiento y atención médica a los refugiados; no hay ninguna razón por la que yo deba donar más que cualquier otra persona en las mismas circunstancias que yo; por lo tanto, no tengo ninguna obligación de donar más de 5 libras. Cada premisa de este argumento es cierta, y el argumento parece sólido. Puede convencernos, a menos que nos demos cuenta de que se basa en una premisa hipotética, aunque la conclusión no se enuncia hipotéticamente. El argumento sería sólido si la conclusión fuera: si todo el mundo en circunstancias como las mías donara 5 libras, yo no tendría ninguna obligación de donar más de 5 libras. Sin embargo, si la conclusión se planteara así, sería obvio que el argumento no se aplica en una situación en la que no todo el mundo dona 5 libras. Esta, por supuesto, es la situación real. Es más o menos seguro que no todo el mundo, en circunstancias como las mías, donará 5 libras. Así que no habrá suficiente para proporcionar la comida, el alojamiento y la atención médica necesarios. Por lo tanto, donando más de 5 libras evitaré más sufrimiento que si donara solamente 5 libras.
Podría pensarse que este argumento tiene una consecuencia absurda. Como la situación parece ser que muy poca gente puede donar cantidades sustanciales, se deduce que yo y cualquier otra persona en circunstancias similares deberíamos donar tanto como fuera posible, es decir, al menos hasta el punto en el que donar más empezaría a provocarnos un sufrimiento grave a nosotros mismos y a las personas a nuestro cargo: quizás incluso más allá de este punto, hasta el punto de utilidad marginal, en el que donando más nos causaríamos a nosotros mismos y a las personas a nuestro cargo tanto sufrimiento como el que evitaríamos en Bengala. Sin embargo, si todo el mundo actúa así, habrá más de lo que se puede utilizar en beneficio de los refugiados, y parte del sacrificio habría sido innecesario. Así pues, si todo el mundo hace lo que debe hacer, el resultado no será tan bueno como lo sería si todo el mundo hiciera un poco menos de lo que debe hacer, o si solo algunos hicieran todo lo que deben hacer.
La paradoja aquí solo surge si suponemos que las acciones en cuestión —enviar dinero a los fondos de ayuda— se realizan más o menos simultáneamente, y además son inesperadas: si es de esperar que todo el mundo contribuya con algo, es evidente que nadie está obligado a donar lo mismo que en circunstancias en las que los demás no habrían donado. Y si no todos actúan más o menos simultáneamente, entonces los que donen más tarde sabrán cuánto más se necesita, y no tendrán obligación de donar más de lo necesario para alcanzar esa cantidad. Decir esto no es negar el principio de que las personas en las mismas circunstancias tienen las mismas obligaciones, sino señalar que el hecho de que otros hayan donado, o se espere que lo hagan, es una circunstancia relevante: quienes donan después de que se sepa que muchos otros también lo hacen y quienes donan antes de saberlo no se encuentran en las mismas circunstancias. Por lo tanto, la consecuencia aparentemente absurda del principio que he expuesto solo puede producirse si los agentes se equivocan sobre las circunstancias reales, es decir, si creen que donan cuando los demás no lo hacen, pero en realidad donan cuando los demás sí lo hacen. Las consecuencias de que todo el mundo haga lo que realmente debe hacer no puede ser peores que las consecuencias de que todo el mundo haga menos de lo que debe, aunque sí podrían ser peores que las consecuencias de que todo el mundo haga lo que razonablemente cree que debe hacer.
Si mi argumento hasta ahora ha sido sólido, ni nuestra distancia de un mal evitable ni el número de otras personas que, con respecto a ese mal, están en la misma situación que nosotros, disminuye nuestra obligación de mitigar o prevenir ese mal. Daré, pues, por sentado el principio que he afirmado antes. Como ya he dicho, solamente necesito afirmarlo en su forma matizada: si está en nuestro poder evitar que ocurra algo muy malo, sin sacrificar por ello nada moralmente significativo, debemos, moralmente, hacerlo.
El resultado de este argumento es que nuestras categorías morales tradicionales se ven alteradas. La distinción tradicional entre deber y caridad no puede trazarse, o al menos, no en el lugar en el que normalmente la trazamos. En nuestra sociedad, donar dinero al Fondo de Ayuda a Bengala se considera un acto de caridad. Las entidades que recaudan dinero se conocen como “organizaciones de caridad”. Estas organizaciones se ven a sí mismas de esta manera: si les envías un cheque, te agradecerán tu “generosidad”. Como donar dinero se considera un acto de caridad, no se piensa que haya nada malo en no donar. Se alaba a quien es caritativo, pero no se condena a quien no lo es. La gente no se siente avergonzada o culpable por gastarse el dinero en ropa nueva o en un coche nuevo en lugar de donarlo para aliviar las hambrunas. (De hecho, no se les ocurre la alternativa.) Esta forma de ver el asunto no puede justificarse. Cuando compramos ropa nueva no para abrigarnos, sino para ir “bien vestidos” no estamos cubriendo ninguna necesidad importante. No estaríamos sacrificando nada importante si siguiéramos llevando nuestra ropa vieja y destináramos el dinero a aliviar las hambrunas. Al hacerlo, estaríamos evitando que otra persona muriera de hambre. De lo que he dicho antes se deduce que deberíamos donar dinero, en lugar de gastarlo en ropa que no necesitamos para abrigarnos. Hacerlo no es caritativo ni generoso. Tampoco es el tipo de acto que los filósofos y teólogos han llamado “supererogatorio”: un acto que sería bueno hacer, pero que no está mal no hacer. Al contrario, deberíamos regalar el dinero, y está mal no hacerlo.
No estoy afirmando que no haya actos caritativos, o que no haya actos que sería bueno hacer, pero que no estaría mal no hacer. Tal vez sea posible volver a trazar la distinción entre deber y caridad en algún otro punto. Lo único que argumento aquí es que no es posible sostener la forma actual de establecer la distinción según la cual, incluso tratándose de una persona que vive en el nivel de riqueza que disfruta la mayoría de la gente en las “naciones desarrolladas”, donar dinero para salvar a alguien de inanición sería un acto de caridad. Queda fuera del ámbito de mi argumentación considerar si la distinción debería redefinirse o abolirse por completo. Habría muchas otras formas posibles de trazar la distinción; por ejemplo, se podría decidir que es bueno hacer felices a los demás tanto como sea posible, pero que no está mal no hacerlo.
A pesar de la naturaleza limitada de la revisión que propongo de nuestro esquema conceptual moral, la revisión tendría implicaciones radicales, dada la magnitud tanto de la riqueza como de las hambrunas en el mundo de hoy. Estas implicaciones pueden dar lugar a otras objeciones, distintas de las que ya he considerado. Analizaré dos de ellas.
Una objeción a la postura que he adoptado podría ser simplemente que se trata de una revisión demasiado drástica de nuestro esquema moral. La gente no suele juzgar de la manera en que he sugerido que debería hacerlo. La mayoría de la gente reserva su condena moral para aquellos que violan alguna norma moral, como la norma contra la apropiación de la propiedad ajena. No condenan a quienes se permiten lujos en lugar de donar para aliviar las hambrunas. Pero dado que no me propuse presentar una descripción moralmente neutral del modo en que la gente emite juicios morales, el modo en que la gente juzga de hecho no tiene nada que ver con la validez de mi conclusión. Mi conclusión se desprende del principio que he expuesto antes y, a menos que se rechace ese principio o se demuestre que los argumentos no son sólidos, creo que la conclusión debe mantenerse, por extraña que parezca.
No obstante, podría ser interesante considerar por qué nuestra sociedad, y la mayoría de las demás sociedades, juzgan de forma diferente a como he sugerido que deberían hacerlo. En un conocido artículo, J. O. Urmson sugiere que los imperativos del deber, que nos dicen lo que debemos hacer, a diferencia de lo que sería bueno hacer, pero no malo no hacer, funcionan para prohibir comportamientos que son intolerables si las personas han de vivir juntas en sociedad.1 Esto puede explicar el origen y la persistencia de la actual división entre actos de deber y actos de caridad. Las actitudes morales están moldeadas por las necesidades de la sociedad, y no cabe duda de que la sociedad necesita personas que observen las normas que hacen tolerable la existencia social. Desde el punto de vista de una sociedad en particular, es esencial prevenir las violaciones de las normas contra matar, robar, etcétera. Sin embargo, no es esencial ayudar a las personas que no pertenecen a la propia sociedad.
Si esto es una explicación de nuestra distinción común entre deber y supererogación, no es, sin embargo, una justificación de ella. El punto de vista moral requiere que miremos más allá de los intereses de nuestra propia sociedad. Anteriormente, como ya he mencionado, puede que esto no fuera realmente factible, pero ahora sí lo es. Desde el punto de vista moral, evitar que millones de personas mueran de hambre fuera de nuestra sociedad debe considerarse al menos tan apremiante como preservar las normas de propiedad en nuestra sociedad.
Algunos escritores, entre ellos Sidgwick y Urmson, han argumentado que necesitamos un código moral básico que no esté demasiado lejos de las capacidades del hombre corriente, ya que de lo contrario se producirá una ruptura general en el cumplimiento de este código. Dicho crudamente, este argumento sugiere que si decimos a la gente que debe abstenerse de asesinar y donar todo lo que no necesita para aliviar las hambrunas, no hará ni lo uno ni lo otro, mientras que si les decimos que deben abstenerse de asesinar y que es bueno donar para aliviar las hambrunas, pero que no está mal no hacerlo, al menos se abstendrán de asesinar. La cuestión aquí es: ¿Dónde debemos trazar la línea entre la conducta que se exige y la conducta que es buena aunque no se exija, para obtener el mejor resultado posible? Parece una cuestión empírica, aunque muy difícil. Una objeción a la línea argumental Sidgwick-Urmson es que no tiene suficientemente en cuenta el efecto que los valores morales pueden tener en las decisiones que tomamos. En una sociedad en la que se considera sumamente generoso a un hombre rico que dona el 5 % de sus ingresos para aliviar las hambrunas, no es de extrañar que la propuesta de que todos deberíamos donar la mitad de nuestros ingresos se considere absurdamente irrealista. En una sociedad que sostiene que nadie debe tener más de lo suficiente mientras otros tienen menos de lo que necesitan, tal propuesta podría parecer estrecha de miras. Lo que un hombre puede hacer y lo que es probable que haga están, en mi opinión, muy influidos por lo que la gente que le rodea hace y espera que haga. En cualquier caso, la posibilidad de que al difundir la idea de que deberíamos hacer mucho más de lo que hacemos para aliviar las hambrunas provoquemos un colapso general del comportamiento moral parece remota. Si lo que está en juego es el fin de una hambruna masiva, vale la pena correr el riesgo. Por último, hay que subrayar que estas consideraciones solo son relevantes para la cuestión de lo que debemos exigir a los demás, y no para lo que nosotros mismos debemos hacer.
La segunda objeción a mi ataque contra la distinción actual entre deber y caridad es una que se ha formulado de vez en cuando contra el utilitarismo. De algunas formas de la teoría utilitarista se deduce que, moralmente, todos deberíamos trabajar a tiempo completo para aumentar el saldo positivo de felicidad sobre la miseria. La posición que he adoptado aquí no llevaría a esta conclusión en todas las circunstancias, porque si no hubiera consecuencias malas que pudiéramos evitar sin sacrificar algo de importancia moral comparable, mi argumento no tendría aplicación. Sin embargo, dadas las condiciones actuales en muchas partes del mundo, de mi argumento se desprende que, moralmente, deberíamos trabajar a tiempo completo para aliviar el gran sufrimiento que se produce como consecuencia de las hambrunas o de otras catástrofes. Por supuesto, se pueden aducir circunstancias atenuantes: por ejemplo, que si nos desgastamos por trabajar demasiado, seremos menos eficaces de lo que habríamos sido de otro modo. No obstante, una vez tenidas en cuenta todas estas consideraciones, la conclusión sigue siendo la misma: debemos evitar todo el sufrimiento que podamos sin sacrificar otra cosa de importancia moral comparable. Puede que seamos reacios a aceptar esta conclusión. Sin embargo, no veo por qué debería considerarse una crítica a la postura que he defendido, en lugar de una crítica a nuestras normas habituales de comportamiento. Dado que la mayoría de la gente tiene cierto grado de interés propio, es probable que muy pocos de nosotros hagamos todo lo que deberíamos hacer. Pero no sería honesto tomar esto como evidencia de que no deberíamos hacerlo.
Se puede seguir pensando que mis conclusiones están tan en desacuerdo con lo que todo el mundo piensa y ha pensado siempre que debe haber algo mal en el argumento. Para mostrar que mis conclusiones, aunque ciertamente contrarias a los valores morales occidentales contemporáneos, no habrían parecido tan extraordinarias en otros tiempos y en otros lugares, me gustaría citar un pasaje de un escritor que normalmente no se considera radical, Tomás de Aquino.
Según el orden natural instituido por la divina providencia, las cosas materiales han sido dispuestas para satisfacer la necesidad de los hombres. En consecuencia, la división y apropiación de las cosas, que procede de la ley humana, no impide la satisfacción de la necesidad del hombre con tales cosas. Por lo tanto, lo que alguien tenga en sobreabundancia se debe, por derecho natural, al sustento de los pobres. Por ello dice Ambrosio estas palabras, que se repiten en el Decreto de Graciano: “el pan que almacenas pertenece al hambriento, las ropas que guardas bajo llave, al desnudo, y el dinero que entierras es la redención y la libertad de los indigentes.”2
Ahora quiero considerar una serie de puntos, más prácticos que filosóficos, que son relevantes para la aplicación de la conclusión moral a la que hemos llegado. Estos puntos no cuestionan la idea de que deberíamos hacer todo lo posible para evitar la muerte por inanición, sino la idea de que donar una gran cantidad de dinero es el mejor medio para este fin.
A veces se dice que la ayuda exterior debe ser responsabilidad del gobierno y que, por tanto, no se debe donar a organizaciones benéficas privadas. Se dice que las donaciones privadas permiten que el gobierno y los miembros de la sociedad que no contribuyen eludan sus responsabilidades.
Este argumento parece suponer que cuanta más gente done a fondos privados para paliar las hambrunas, menos probable será que el gobierno asuma toda la responsabilidad de esa ayuda. Esta suposición carece de fundamento y no me parece en absoluto plausible. La hipótesis contraria, es decir, que si nadie dona voluntariamente, el gobierno asumirá que sus ciudadanos no están interesados en ayudar a paliar las hambrunas y no querrán ser obligados a hacerlo, parece más plausible. En cualquier caso, a menos que exista una probabilidad concreta de que negarse a donar contribuya a que el gobierno preste ayuda a gran escala, quienes se niegan a contribuir voluntariamente se están negando a evitar una cierta cantidad de sufrimiento sin poder señalar ninguna consecuencia beneficiosa tangible de su negativa. Por lo tanto, la carga de demostrar cómo su negativa propiciará la acción gubernamental recae en quienes se niegan a dar.
Por supuesto, no me opongo a la afirmación de que los gobiernos de las naciones ricas deberían donar muchas veces la cantidad de ayuda genuina y sin ataduras que están donando ahora. También estoy de acuerdo en que las donaciones privadas no son suficientes y en que deberíamos hacer campaña para establecer normas totalmente nuevas para las contribuciones públicas y privadas para aliviar las hambrunas. De hecho, simpatizaría con alguien que pensara que hacer campaña es más importante que donar uno mismo, aunque dudo de que predicar lo que uno no practica sea muy eficaz. Desgraciadamente, para mucha gente la idea de que “es responsabilidad del gobierno” es una razón para no dar que tampoco parece implicar ninguna acción política.
Otra razón más seria para no donar a los fondos para aliviar las hambrunas es que hasta que no haya un control efectivo de la población, paliar las hambrunas no hace más que posponer la inanición. Si salvamos ahora a los refugiados de Bengala, otros, tal vez los hijos de estos refugiados, se enfrentarán a otra hambruna dentro de unos años. En apoyo de esto, se pueden citar los hechos ya bien conocidos sobre la explosión demográfica y el margen relativamente limitado para ampliar la producción.
Este punto, como el anterior, es un argumento en contra de aliviar el sufrimiento que está ocurriendo ahora, basado en una creencia sobre lo que podría ocurrir en el futuro; es diferente del punto anterior en que se pueden aducir muy buena evidencia en apoyo de esta creencia sobre el futuro. No voy a considerar aquí esa evidencia. Acepto que nuestro planeta no puede soportar indefinidamente una población que crece al ritmo actual. Sin duda, esto plantea un problema para cualquiera que considere importante prevenir las hambrunas. De nuevo, sin embargo, se podría aceptar el argumento sin llegar a la conclusión de que nos exime de la obligación de hacer algo para evitar las hambrunas. La conclusión a la que se debería llegar es que el mejor medio para prevenir las hambrunas, a largo plazo, es el control de la población. De la posición anterior se desprendería que se debería hacer todo lo posible para promover el control de la población (a menos que se considere que todas las formas de control de la población son malas en sí mismas, o que tendrían consecuencias muy negativas). Dado que existen organizaciones que trabajan específicamente en el control de la población, lo lógico sería apoyarlas en lugar de recurrir a métodos más ortodoxos para prevenir las hambrunas.
Un tercer punto que plantea la conclusión anterior se refiere a la cuestión de cuánto exactamente deberíamos donar. Una posibilidad, que ya se ha mencionado, es que deberíamos donar hasta que alcancemos el nivel de utilidad marginal, es decir, el nivel en el que, donando más, me provocaría a mí o a las personas a mi cargo tanto sufrimiento como el que aliviaría con mi donación. Esto significaría, por supuesto, que uno se reduciría a una situación material muy cercana a la de un refugiado bengalí. Como se recordará, antes presenté una versión fuerte y otra moderada del principio de evitar malas consecuencias. La versión fuerte, que exigía que evitáramos que ocurriera algo malo a menos que al hacerlo sacrificáramos algo de importancia moral comparable, parece exigir que nos reduzcamos al nivel de la utilidad marginal. También debo decir que la versión fuerte me parece la correcta. Propuse la versión más moderada —que deberíamos prevenir las malas consecuencias a menos que, para hacerlo, tuviéramos que sacrificar algo moralmente significativo— solo para mostrar que incluso este principio, sin duda innegable, requiere grandes cambios en nuestra forma de vida. Según el principio más moderado, puede que no se deduzca que debamos reducirnos al nivel de utilidad marginal, ya que uno podría sostener que reducirse a uno mismo y a su familia a este nivel es causar que ocurra algo significativamente malo. No voy a discutir si esto es así, porque, como he dicho, no veo ninguna buena razón para mantener la versión moderada del principio en lugar de la versión fuerte. Sin embargo, incluso si aceptáramos el principio solamente en su versión moderada, debería quedar claro que tendríamos que donar lo suficiente para garantizar que la sociedad de consumo, que depende de que la gente gaste en trivialidades en lugar de donar para aliviar las hambrunas, se redujera y tal vez desapareciera por completo. Hay varias razones por las que esto sería deseable en sí mismo. El valor y la necesidad del crecimiento económico están siendo cuestionados no solo por los conservacionistas, sino también por los economistas.3 No cabe duda, además, de que la sociedad de consumo ha tenido un efecto distorsionador en los objetivos y propósitos de sus miembros. Sin embargo, si analizamos la cuestión desde el punto de vista de la ayuda exterior, debe haber un límite en la medida en que debemos desacelerar deliberadamente nuestra economía; porque podría darse el caso de que si donáramos, digamos, el 40 % de nuestro Producto Nacional Bruto, desaceleraríamos tanto la economía que, en términos absolutos, estaríamos dando menos que si diéramos el 25 % del mucho mayor PNB que tendríamos si limitáramos nuestra contribución a este porcentaje menor.
Menciono esto solamente como indicación del tipo de factor que habría que tener en cuenta a la hora de elaborar un ideal. Dado que las sociedades occidentales suelen considerar que el 1 % del PNB es un nivel aceptable para la ayuda exterior, la cuestión es puramente teórica. Tampoco afecta a la cuestión de cuánto debe donar un individuo en una sociedad en la que muy pocos donan cantidades sustanciales.
A veces se dice, aunque ahora con menos frecuencia que antes, que los filósofos no tienen ningún papel especial que desempeñar en los asuntos públicos, ya que la mayoría de las cuestiones públicas dependen principalmente de una evaluación de los hechos. En cuestiones de hecho, se dice, los filósofos como tales no tienen ninguna experiencia especial, por lo que ha sido posible dedicarse a la filosofía sin comprometerse con ninguna posición sobre las principales cuestiones públicas. Sin duda, hay algunas cuestiones de política social y política exterior sobre las que realmente se puede decir que se requiere una evaluación realmente experta de los hechos antes de tomar partido o actuar, pero las hambrunas sin duda no son una de ellas. Los hechos sobre la existencia del sufrimiento están fuera de toda duda. Tampoco se discute, en mi opinión, que podamos hacer algo al respecto, ya sea mediante los métodos ortodoxos de alivio de las hambrunas o mediante el control de la población, o ambas cosas. Se trata, pues, de una cuestión sobre la que los filósofos tienen competencia para tomar partido. Se trata de una cuestión a la que se enfrentan todas las personas que tienen más dinero del que necesitan para mantenerse a sí mismas y a las personas a su cargo, o que están en condiciones de emprender algún tipo de acción política. En estas categorías deben incluirse prácticamente todos los profesores y estudiantes de filosofía de las universidades del mundo occidental. Para que la filosofía se ocupe de cuestiones que interesan tanto a los profesores como a los estudiantes, los filósofos deben debatir sobre este tema.
Sin embargo, el debate no es suficiente. ¿De qué sirve relacionar la filosofía con los asuntos públicos (y personales) si no nos tomamos en serio nuestras conclusiones? En este caso, tomar en serio nuestras conclusiones significa actuar en consecuencia. Al filósofo no le resultará más fácil que a cualquier otra persona modificar sus actitudes y su modo de vida en el grado que, si estoy en lo cierto, supone hacer todo lo que deberíamos hacer. Pero al menos podemos hacer un primer intento. El filósofo que lo haga tendrá que sacrificar algunos de los beneficios de la sociedad de consumo, pero puede encontrar una compensación en la satisfacción de una forma de vida en la que la teoría y la práctica, si todavía no están en armonía, al menos se van acercando.