Defensa del largoplacismo (capítulo 1 de Lo que le debemos al futuro)
Las personas del futuro cuentan. Podemos estar hablando de mucha gente. Tenemos la capacidad de hacer que sus vidas sean mejores.
Esta sería la defensa del largoplacismo en pocas palabras. Las premisas son sencillas, y no creo que sean particularmente polémicas. No obstante, tomárselas en serio equivale a una revolución moral, una con implicaciones de amplio calado en cuanto al modo en que los activistas, investigadores, responsables políticos y, por supuesto, todo el conjunto de los seres humanos deberíamos pensar y actuar.
Las personas del futuro cuentan, pero rara vez las tenemos en cuenta. No pueden votar, ni formar grupos de presión ni acceder a un cargo público, de manera que los políticos tienen pocos incentivos para pensar en ellas. No pueden hacer negocios ni comerciar con nosotros, así que cuentan con poca representación en el mercado. Asimismo, están incapacitadas para hacerse oír directamente; no pueden tuitear, ni escribir artículos en los periódicos ni manifestarse en las calles. Están absolutamente marginadas.
Los movimientos sociales del pasado, como el de los derechos civiles o el sufragio femenino, han estado orientados, en general, a conseguir un mayor reconocimiento e influencia para los miembros discriminados de la sociedad. Y yo veo el largoplacismo como una extensión de esos ideales. Si bien no podemos otorgar un poder político genuino a las personas del futuro, sí podemos, al menos, tenerlas en cuenta. Con el abandono de la tiranía del presente sobre el futuro, podemos ejercer como sus depositarios, y ayudar a crear un mundo próspero para las generaciones del porvenir. Esto es de la mayor importancia. A continuación explicaré el porqué.
La idea de que las personas del futuro cuentan es de sentido común. Las personas del futuro son, al fin y al cabo, personas. Van a existir. Tendrán esperanzas y alegrías y penas y remordimientos, al igual que el resto de nosotros. Lo único es que no existen todavía.
Para ver cuán intuitivo es esto, supongamos que estoy de excursión y arrojo en medio del camino una botella de vidrio que se hace trizas. Vamos a suponer también que, si no la recojo, más tarde una niña se hará un corte grave con los cristales.a A la hora de decidir si recogerlos o no, ¿acaso tiene relevancia cuándo se vaya a cortar la niña? ¿Debería importarme si va a ocurrir dentro de una semana o de una década o incluso de un siglo? No. El daño sigue siendo el mismo, sea cuando sea que ocurra.
O imaginemos que una ciudad entera va a sufrir una plaga que hará que mueran miles de ciudadanos y que nosotros podemos evitarlo. Antes de ponernos manos a la obra, ¿necesitamos saber cuándo va a desencadenarse? No. El dolor y la muerte que hay en juego merecen nuestra consideración igualmente.
Y lo mismo con todo lo que pueda ser bueno. Pensemos en algo que nos guste personalmente, tal vez la música o el deporte. Ahora vamos a imaginarnos a alguien que disfrute de alguna otra cosa con la misma intensidad. ¿Acaso el valor de su felicidad se desvanece por suceder en el futuro? Supongamos que podemos regalarle una entrada para un concierto de su grupo favorito o para un partido de su equipo de fútbol. Para tomar tal decisión, ¿es preciso que sepamos la fecha en que tendrá lugar el evento?
Recapacitemos sobre qué pensarían las personas del futuro si echaran la vista atrás y nos encontrasen deliberando semejantes cuestiones. Presenciarían cómo algunos de nosotros defienden que la gente del futuro no importa. Y ellos se mirarían las manos, capaces de contemplar su propia vida. ¿Dónde está la diferencia? ¿Qué es menos real? ¿Cuál de los puntos de vista del debate parece más lúcido e incuestionable? ¿Cuál más miope y cateto?
La distancia en el tiempo es como la distancia en el espacio. Las personas importan, aunque vivan a miles de kilómetros. Del mismo modo, también lo hacen si viven a miles de años. En ambos casos, resulta fácil confundir distancia e irrealidad, y entender el límite que alcanza nuestra vista como los confines del mundo. Pero, al igual que ese mundo no termina en la puerta de nuestra casa ni en la frontera de nuestro país, tampoco se acaba con nuestra generación ni con la siguiente.
Se trata de ideas de sentido común. Reza un dicho popular: “Una sociedad crece de forma sana cuando los abuelos plantan árboles bajo cuya sombra saben que nunca se van a sentar”.b Cuando nos deshacemos de los residuos radioactivos, no decimos: “¿A quién le importa si esto envenena a la gente dentro de unos siglos?”. De igual modo, entre quienes nos preocupamos por el cambio climático o la contaminación pocos lo hacen únicamente en beneficio de las personas que están vivas en la actualidad.
Construimos museos y parques y puentes contando con que durarán para muchas generaciones; invertimos en centros de educación y proyectos científicos de largo plazo; conservamos pinturas, tradiciones y lenguas, al igual que protegemos los lugares que consideramos hermosos. En muchos casos, no establecemos una línea clara entre lo que nos preocupa del presente y lo que nos preocupa del futuro: ambos están en juego.
La inquietud por las generaciones futuras es de sentido común para diversas culturas intelectuales. En la Gayanashagowa, la constitución oral de la Confederación Iroquesa, que cuenta con siglos de antigüedad, se recoge una declaración particularmente clara, en la que se exhorta a los miembros del gran consejo a “velar siempre no solo por las generaciones del presente, sino también por las que aún han de llegar”.1 Oren Lyons, jefe espiritual de las naciones onondaga y seneca de la Confederación Iroquesa, lo expresa en los términos de un principio de la “séptima generación”, y explica que “hacemos que todas nuestras decisiones redunden en el bienestar social y físico de la séptima generación […]. Pensamos: ¿beneficiará esto a la séptima generación?”.2
Con todo, incluso si estamos dispuestos a tener en cuenta a las personas del futuro, queda solventar la pregunta de cuánto peso debemos dar a sus intereses. ¿Hay razones para preocuparse más por quienes viven en la actualidad?
En mi opinión, hay dos que destacan sobre las demás. La primera es la parcialidad. Lo habitual es que tengamos unos lazos más arraigados y especiales con personas del presente, como la familia, amigos y conciudadanos, que con gente del futuro. Es de sentido común que podemos y debemos conceder una importancia adicional a nuestros seres más cercanos y queridos.
La segunda razón es la reciprocidad. A menos que vivamos aislados en medio de la naturaleza, nos vemos directamente beneficiados por las acciones de un número enorme de individuos —profesores, tenderos, ingenieros y, sin duda ninguna, contribuyentes—, y es así a lo largo de toda nuestra vida. Por lo general, pensamos que, si alguien nos ha favorecido, tenemos buenas razones para corresponderle. Y ocurre que las personas del futuro no nos ayudan como lo hacen las de nuestra generación.c
Las relaciones más especiales y la reciprocidad son importantes. No obstante, su relevancia no afecta a las conclusiones de mi hilo argumental. No pretendo decir que los intereses de la gente del presente y de la del futuro hayan de tener el mismo peso en todo momento y lugar, sino solo que la importancia del segundo grupo es significativa. Del mismo modo que brindar unos mayores cuidados a los niños no se traduce en que debamos ignorar los intereses de los desconocidos, preocuparse más de los contemporáneos no implica ignorar a nuestros descendientes.
A modo ilustrativo, supongamos que un día descubrimos la Atlántida, una inmensa civilización ubicada en el fondo marino. Nos percatamos entonces de que muchas de nuestras actividades la afectan. Cuando arrojamos desperdicios a los océanos, envenenamos a sus ciudadanos; cuando un barco naufraga, lo reciclan para aprovechar la chatarra y otras piezas. No vamos a mantener unas relaciones estrechas con los atlantes ni quedamos en deuda con ellos por todos los beneficios que su existencia nos pueda haber brindado; pero, aun así, parece inexcusable dar la importancia debida al modo en que nuestras acciones puedan afectarlos.
El futuro es como la Atlántida. Se trata también de un país vasto y por descubrir,d y que prospere o fracase dependerá, en una parte notable, de lo que nosotros hagamos hoy.
Es de sentido común que las personas del futuro cuentan. De modo que también lo es que, desde una perspectiva moral, los números son importantes. Si pudiéramos salvar a una persona o a diez de morir en un incendio, en idénticas circunstancias para todos, deberíamos salvar a diez; y si pudiéramos curar una enfermedad a cien personas o a mil, deberíamos curar a las mil. Y esta no es una cuestión baladí, porque el número de las personas del futuro puede ser inmenso.
Para entenderlo mejor, pensemos en la historia de la humanidad. En el planeta ha habido miembros del género Homo desde hace unos 2,5 millones de años.e El Homo sapiens, nuestra especie, apareció hace unos trescientos mil años. La práctica de la agricultura comenzó hace unos doce mil, mientras que las primeras ciudades se remontan a hace tan solo seis mil y la era industrial, a doscientos cincuenta años. Todos los cambios que han tenido lugar desde entonces —el paso de los carros tirados por caballos a los viajes espaciales, de la extracción de sangre con sanguijuelas a los trasplantes de corazón, de las calculadoras mecánicas a los superordenadores— se han hecho en el transcurso de nada más que tres vidas humanas.3
¿Cuánto va a durar nuestra especie? No lo sabemos, por supuesto. Pero podemos hacer unas estimaciones esclarecedoras sin dejar de tener en cuenta el factor de incertidumbre, e incluir la posibilidad de que seamos nosotros mismos quienes causemos nuestra desaparición.
Para representar la escala potencial del futuro, vamos a suponer que no duraremos más que una especie típica de mamífero, es decir, alrededor de un millón de años.4 Asumamos también que la población se mantiene en su densidad actual. En tal caso, aún quedarían por llegar ochenta billones de habitantes, es decir, que las personas del futuro nos superarían en una proporción de diez mil a uno.
Claro que habría que tener en cuenta todas las posibles formas en que puede marchar el porvenir. La duración de nuestra vida como especie podría ser más corta que la de otros mamíferos, en el caso, por ejemplo, de que causemos nuestra propia extinción. Aunque también podría prolongarse. A diferencia de otros mamíferos, contamos con herramientas muy sofisticadas, gracias a las cuales podemos adaptarnos a una variedad de entornos, con el razonamiento abstracto, que nos permite concebir planes complejos y a largo plazo como respuesta a situaciones inéditas, y con una cultura compartida que nos lleva a funcionar en grupos de millones de individuos. Gracias a eso, estamos capacitados para evitar las posibles amenazas a nuestra existencia de formas que están vedadas a otros mamíferos.f
Se da como consecuencia un impacto asimétrico en la esperanza de vida de la humanidad. El futuro de la civilización puede ser muy breve, con una fecha de caducidad de tan solo unos siglos. Pero también es posible que llegue a prolongarse extraordinariamente. La Tierra va a seguir siendo habitable durante cientos de millones de años. Si sobrevivimos todo ese tiempo, manteniendo la misma población por siglo que hemos conocido hasta ahora, el número de personas del futuro será de un millón por cada individuo vivo en el momento actual. Y si, al final, la humanidad llega al espacio exterior, las escalas de tiempo pasarán a ser literalmente astronómicas. El Sol va a producir calor durante cinco mil millones de años más; las últimas formaciones de estrellas convencionales van a tener lugar en un billón de años, y, debido a una pequeña, pero persistente, oleada de colisiones entre enanas marrones, algunas estrellas seguirán brillando un trillón de años desde el momento actual.g
La posibilidad real de que la civilización perdure un lapso de tiempo semejante da a la humanidad una esperanza de vida enorme. El 10 por ciento de probabilidades de sobrevivir quinientos millones de años hasta que la Tierra deje de ser habitable nos da una expectativa vital de unos cincuenta millones de años, mientras que el 1 por ciento de posibilidades de sobrevivir hasta las últimas formaciones de estrellas convencionales nos dejará con una de unos diez mil millones.h
Resta decir que la esperanza de vida de la especie humana no es lo único que debe importarnos, sino también la cantidad de gente de la que estaríamos hablando. Así que debemos preguntarnos cuántas personas habrá viviendo en cualquier momento concreto en el futuro.
Es posible que las poblaciones futuras sean mucho más pequeñas o mucho más grandes que las actuales. En el caso de que ocurra lo primero, no podría tratarse de una reducción de más de ocho mil millones de personas, pues tal es el tamaño de la población en el presente. En cambio, si hablamos de una población mayor, puede llegar a ser mucho más grande. La población mundial ya supera hoy en más de mil veces a la de la era de los cazadores-recolectores. Si la densidad demográfica de todo el mundo se equiparase a la de los Países Bajos, que gozan de autosuficiencia agrícola, llegaría a haber setenta mil millones de personas vivas en un momento dado.5 Pueden parecer fantasías, pero una población mundial de ocho mil millones de individuos le habría parecido un desvarío a un cazador-recolector prehistórico o a un agricultor del Neolítico.
El tamaño de la población podría aumentar de manera radical, una vez más, si algún día llegamos a establecernos en el espacio exterior. El Sol produce miles de millones de veces más luz de la que llega a la Tierra; hay decenas de miles de millones de estrellas en nuestra galaxia, y miles de millones de galaxias a nuestra disposición.i Por lo tanto, puede ser que, en un futuro lejano, haya una cantidad considerablemente mayor de personas que en la actualidad.
Pero ¿cuántas? Hacer una estimación precisa no es posible ni necesario. Cualquier cálculo razonable nos dará una cifra inmensa.
Veamos la siguiente figura para dar cuenta de ello. Cada una de las siluetas representa diez mil millones de personas. Hasta ahora han vivido, grosso modo, cien mil millones de ellas, de manera que diez de las siluetas corresponden a la gente del pasado. La generación del presente consistiría en casi ocho mil millones de individuos, una cifra que redondearé en diez mil millones y simbolizaré con una silueta.
A continuación, vamos a ver una representación del futuro. Vamos a analizar el escenario en el que la demografía se mantiene en los niveles actuales y seguimos viviendo en la Tierra durante quinientos millones de años. Estas son las personas del futuro:
Gracias a esta representación visual, comenzamos a hacernos una idea de la cantidad de vidas que hay en juego, y eso que he simplificado el diagrama; la versión completa daría para llenar veinte mil páginas, y el libro estaría unas cien veces más saturado. Cada silueta representaría diez mil millones de vidas, y cada una de ellas podría prosperar o caer en desgracia.
Antes he dicho que la humanidad actual es como una adolescente irreflexiva; tenemos la mayor parte de nuestra vida por delante, y las decisiones que van a influir en el resto de ella revisten una gigantesca importancia. Sin embargo, lo cierto es que esta analogía se queda incluso corta respecto a lo que trato de plantear aquí. Una adolescente sabe aproximadamente cuánto tiempo vivirá, mientras que la esperanza de vida de la especie humana no la conocemos. Por eso, más bien seríamos como una adolescente que en el transcurso de los próximos meses bien podría provocar su propia muerte por accidente o vivir miles de años. Alguien en una situación parecida ¿pensaría seriamente en toda la vida que aún le queda por delante, o haría caso omiso sin más?
Vista con cierta distancia, la magnitud del futuro puede resultar apabullante. Por lo general, el pensamiento a “largo plazo” dirige la atención a años o, como máximo, a décadas vista. El caso es que, incluso si la esperanza de vida de la especie humana fuera reducida, la metáfora pasaría a ser entonces la de una adolescente que cree que hacer planes a largo plazo es pensar en mañana, pero no en pasado mañana.
Con independencia de lo abrumadoras que puedan ser estas reflexiones sobre el futuro, si de verdad nos importan los intereses de las futuras generaciones —si asumimos que son personas reales, con capacidad de alegrarse y sufrir, al igual que nosotros—, entonces debemos tomar en consideración el impacto que tenemos en el mundo que habitan.
Así pues, el futuro puede ser muy vasto, y puede tornarse muy bueno o muy malo.
Para hacernos una idea de hasta dónde puede llegar lo primero, no hay más que ver los progresos de la humanidad en los últimos siglos. Hace doscientos años, la media de la esperanza de vida estaba por debajo de los treinta, mientras que, en la actualidad, se sitúa en setenta y tres años.j En aquellos tiempos, además, el 80 por ciento del mundo vivía en la pobreza extrema, mientras que ahora hablamos de menos del 10 por ciento.k De la misma manera, solo el 10 por ciento de los adultos estaban alfabetizados, mientras que hoy en día lo están más del 85 por ciento.6
Considerándonos como un todo colectivo, tenemos el poder de estimular esas tendencias positivas e invertir el rumbo de las negativas, como controlar la drástica intensificación de las emisiones de dióxido de carbono o reducir el número de animales que sufren en las granjas industriales. Tenemos la capacidad de construir un mundo en el que cada individuo viva igual que las personas más felices de los países que gozan de una mayor opulencia en la actualidad, en el que nadie se vea condenado a la pobreza ni a la falta de una atención médica suficiente y en el que, en la medida que sea posible, todos tengan la libertad de vivir como quieran.
Pero, incluso con todo eso, podemos hacerlo mejor, mucho mejor. En el mejor de los casos, lo que llevamos visto hasta aquí constituiría una guía bastante somera de nuestras posibilidades. Para hacernos una idea de la situación, reflexionemos sobre la vida de un hombre adinerado en la Inglaterra de 1700, un tipo con acceso a los mejores alimentos, los cuidados médicos y los lujos disponibles en aquella época. A pesar de gozar de todas estas ventajas, no sería raro que acabase muriendo de viruela, sífilis o tifus. Si necesitase una cirugía o sufriese un dolor de muelas, el tratamiento sería tormentoso, además de acarrear un riesgo elevado de infección. En el caso de que viviese en Londres, el aire que entraría en sus pulmones estaría diecisiete veces más contaminado que el actual.7 Por otra parte, solo desplazarse dentro de Inglaterra podría llevarle semanas, y la mayor parte del planeta sería inaccesible para él. Si se hubiese imaginado un futuro en el que la mayoría de las personas fuesen tan acaudaladas como él, entonces le habría faltado prever muchas de las cosas que han mejorado nuestra vida, como la electricidad, la anestesia, los antibióticos y los medios de transporte modernos.
Pero la tecnología no es lo único que ha mejorado la existencia de las personas, sino que los cambios morales también han sido importantes. En 1700, las mujeres no podían ir a la universidad, y el movimiento feminista no existía.l Si nuestro británico acaudalado hubiese sido gay, no habría podido amar abiertamente, puesto que la sodomía estaba penada con la muerte.m En el momento en que la esclavitud había llegado a su apogeo, a finales del siglo XVII, una proporción significativa de la población mundial vivía esclavizada, mientras que en la actualidad el porcentaje se ha reducido a menos del 1 por ciento.n En 1700, nadie vivía en una democracia; ahora, más de la mitad del mundo lo hace.o
La gente de 1700 lo habría tenido muy difícil para prever una gran parte de los progresos que hemos hecho desde entonces. Y eso en un lapso de tan solo tres siglos. La humanidad podría durar millones de siglos solo en la Tierra. A tal escala, si acotamos nuestra perspectiva del potencial de la humanidad a una versión corregida del mundo presente, nos arriesgamos a subestimar de manera radical el grado de calidad de la vida del futuro.
Recapacitemos sobre los mejores momentos de nuestra vida, esos instantes llenos de felicidad, belleza y energía, como cuando nos enamoramos o alcanzamos una meta vital, o cuando tenemos un momento de lucidez creativa. Esos momentos son la prueba de lo que es posible; sabemos que la vida, como mínimo, puede ser tan buena como en esas ocasiones. Además, nos indican la dirección en la que puede avanzar nuestra vida, hacia un lugar al que aún tenemos que llegar. Si mis mejores días pueden llegar a ser cientos de veces mejores que mi vida, que normalmente me resulta placentera pero monótona, es posible que los días más óptimos de quienes habitarán el futuro lo sean cien veces más.
No estoy diciendo que es “probable” que el futuro sea maravilloso. Etimológicamente, utopía significa ‘no lugar’, y no hay duda de que el recorrido desde el punto en que nos encontramos hasta llegar a alguna clase de futuro ideal es muy frágil, pero, con todo, gozar de un futuro maravilloso no se reduce a una mera fantasía. Una palabra más adecuada sería eutopía, que significa ‘buen lugar’, algo en lo que vale la pena invertir esfuerzos. Se trata de un futuro que, con la suficiente paciencia y sensatez, nuestros descendientes podrían materializar, si les dejamos allanado el camino.
E incluso aunque el futuro pueda ser maravilloso, sin duda también puede ser terrible. Basta con sopesar las tendencias negativas del pasado y proyectar un futuro en el que se conviertan en las fuerzas dominantes que guíen el mundo. Tengamos presente que la esclavitud había desaparecido por completo de Francia e Inglaterra para el final del siglo XII, pero que en la época colonial ambas naciones pasaron a convertirse en comerciantes de esclavos a escala masiva.8 p O que, a mediados del siglo XX, una serie de regímenes totalitarios comenzaron a emerger en el seno de las democracias, y que nos hemos valido de los avances científicos para fabricar armas nucleares y granjas industriales.
Tal y como la utopía es una posibilidad real, también lo es la distopía. Podría ocurrir que, en el futuro, un único régimen totalitario controlase el mundo, o que la calidad de vida actual no fuera más que un lejano recuerdo de una edad dorada que quedó atrás, o que una Tercera Guerra Mundial condujese a la destrucción total de la civilización. Que el futuro sea maravilloso o terrible, en parte, lo decidiremos nosotros.
Incluso si se acepta la idea de que el futuro es vasto e importante, se puede ser escéptico respecto a que podamos influir en él de forma positiva. Y estoy de acuerdo en que es muy difícil dilucidar los efectos a largo plazo de nuestras acciones. Hay muchas cosas en juego que tener en cuenta, y en la actualidad tan solo estamos comenzando a entenderlas. Mi objetivo con este libro es estimular un trabajo adicional en esta área, no establecer conclusiones definitivas sobre lo que deberíamos hacer. En cualquier caso, el futuro es demasiado importante como para que al menos no tratemos de averiguar cómo nos podríamos poner en el buen camino. Y ya hay algunas cosas que se pueden decir.
Al volver la vista al pasado, quizá no se encuentren muchos ejemplos de personas que se propusieran influir a largo plazo con sus actos, pero existen, y en algunos casos con unos sorprendentes niveles de éxito. Una fuente nos la proporcionan los poetas. En el soneto XVIII de Shakespeare (“¿Qué debo compararte a un día de verano?”), el autor advierte que, por vía de su arte, es capaz de preservar a ese joven al que tanto admira por toda la eternidad:q
Mas tu eterno verano jamás se desvanece
[…]
creciendo con el tiempo en mis versos eternos.
Mientras el ser respire y tengan luz los ojos,
vivirán mis poemas y a ti te darán vida.9
El soneto XVIII se escribió en la década de 1590, pero se hace eco de una tradición que se remonta mucho más atrás.r En el año 23 a. C., el poeta romano Horacio comenzó la escritura del último poema de sus Odas, en el que aparecen las siguientes líneas:10
He levantado un monumento más perenne que el bronce y más alto que la regia construcción de las pirámides, que ni la lluvia voraz ni el aquilón desenfrenado podrán derruir, ni la innumerable sucesión de años y la fuga de las generaciones.
No moriré por completo y mucha parte de mí se librará de Libitina; yo creceré sin cesar renovado por el elogio de la posteridad, mientras al Capitolio ascienda el pontífice acompañado de la silenciosa vestal.11
Se trata de afirmaciones, cuando menos, grandilocuentes, pero sí parecen cumplidos sus anhelos de inmortalidad. Han sobrevivido varios cientos de años y, de hecho, han ido en auge con el paso del tiempo: hoy en día son más los que leen a Shakespeare que en su época, y probablemente ocurra lo mismo con Horacio. Y, en tanto algún miembro de cada futura generación esté dispuesto a pagar el pequeño peaje que supone preservar o reproducir en algún formato estos poemas, perdurarán para siempre.
Hay más escritores que han logrado ejercer una influencia a largo plazo. Tucídides escribió su Historia de la guerra del Peloponeso en el siglo V a. C.12 Muchos lo consideran el primer historiador occidental en haber tratado de presentar una imagen objetiva de los acontecimientos y analizar sus causas.13 Estaba convencido de estar describiendo verdades generales, y escribió su obra con la intención expresa de que tuviese influencia en el futuro:
Quizá para una lectura pública su carácter no fabuloso les hará parecer menos agradables, pero será suficiente que los juzguen útiles quienes deseen examinar la verdad de lo sucedido y de lo que acaso sea de nuevo similar y parejo, teniendo en cuenta las circunstancias humanas. Queda como una posesión para siempre más que como objeto de certamen para oír un instante.14
El trabajo de Tucídides sigue teniendo una enorme influencia hoy en día. Es de lectura obligada en las academias militares de West Point y Annapolis, así como en el U.S. Naval War College.15 Destined for War [Destinados a la guerra], el exitoso libro escrito por el politólogo Graham Allison, se publicó en 2017 con el subtítulo de Can America and China escape Thucydides’ trap? [¿Pueden Estados Unidos y China escapar a la trampa de Tucídides?]. Allison analiza las relaciones entre esos dos países en los mismos términos en que Tucídides planteaba las existentes entre Esparta y Atenas. Hasta donde yo sé, el griego habría sido la primera persona en la historia documentada en haber buscado, con plena conciencia, tener influencia a largo plazo y lograrlo.
Contamos con ejemplos más recientes, como el de los padres fundadores de Estados Unidos. La Constitución estadounidense tiene casi doscientos cincuenta años de antigüedad y ha permanecido prácticamente igual a lo largo de todo ese tiempo. Su ratificación revestía una enorme importancia a largo plazo, y los padres fundadores eran muy conscientes de ello. John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, afirmó: “Las instituciones creadas en Estados Unidos no quedarán obsoletas hasta dentro de miles de años. Por lo tanto, es de la máxima importancia que vean la luz de la mejor forma. Si se disponen del modo equivocado, ya no será posible reencaminarlas, a no ser que ocurra por accidente, en la dirección correcta”.16 s
De manera similar, Benjamin Franklin se ganó tal reputación por creer en la buena salud y longevidad de Estados Unidos que, en 1784, un matemático francés le dedicó una afectuosa sátira, donde afirmaba que, si Franklin era sincero con respecto a sus creencias, debía invertir su dinero en financiar proyectos sociales a siglos vista, y de paso percibir los beneficios de la capitalización compuesta.t A Franklin le pareció una óptima idea, de suerte que, en 1790, invirtió mil dólares (que equivaldrían a unos ciento treinta y cinco mil en la actualidad) en la ciudad de Boston y otros mil en la de Filadelfia; tres cuartas partes del capital se abonarían en cien años, y el resto, pasados doscientos. Para 1990, cuando se llevó a cabo el reparto de dividendos, la contribución había aumentado en casi cinco millones de dólares en el caso de Boston y 2,3 en el de Filadelfia.u
En los propios padres fundadores habían influido unas ideas desarrolladas casi doscientos años antes. En el caso de la separación de poderes, los precedieron Locke y Montesquieu, quienes a su vez se basaban en el análisis de Polibio sobre el sistema de gobierno romano en el siglo II a. C.17 Sabemos, asimismo, que varios de los padres fundadores conocían de primera mano la obra de Polibio.18
Con todo, a los habitantes del presente no nos hace falta ser tan influyentes como Tucídides o Franklin para obrar unos efectos predecibles en el futuro a largo plazo. De hecho, lo estamos haciendo todo el tiempo. Conducimos, viajamos en avión… Por consiguiente, emitimos gases de efecto invernadero, los cuales producen unas secuelas de muy larga duración. Tendrán que transcurrir cientos de miles de años para que puedan restaurarse, por medio de procesos naturales, los niveles de concentración de dióxido de carbono de los tiempos preindustriales.19 v Unas escalas de tiempo de semejante envergadura suelen asociarse a los residuos nucleares,20 pero mientras que estos los almacenamos y enterramos, los combustibles fósiles los escupimos directamente a la atmósfera.w
En algunos casos, en lugar de “atenuarse”, el impacto geofísico del calentamiento llega a hacerse incluso más extremo con el paso del tiempo.21 El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) ha predicho que, en un escenario de emisiones moderadas o bajas, es decir, el que hoy se considera el más probable, el nivel del mar aumentaría 0,75 metros para el final del siglo.22 Y seguiría creciendo más allá del año 2100. Transcurridos diez mil años, estaría entre diez y veinte metros por encima del nivel actual.x La mayor parte de Hanói, Shanghái, Calcuta, Tokio o Nueva York quedaría por debajo del nivel del mar.23
El cambio climático es la prueba de que los actos de hoy pueden tener consecuencias a largo plazo, aunque también pone de relieve que no es necesario que las acciones orientadas al largo plazo se lleven a cabo ignorando los intereses de quienes están vivos en la actualidad. Podemos encauzar el futuro al tiempo que mejoramos el presente.
La transición a las energías limpias aporta unos beneficios enormes para la salud de los seres humanos del presente. Al utilizar combustibles fósiles, se contamina el aire con unas partículas diminutas que pueden causar cáncer de pulmón, cardiopatías e infecciones respiratorias.24 El resultado es que, cada año, se producen cerca de 3,6 millones de muertes prematuras.25 y Incluso en la Unión Europea, que desde el punto de vista mundial está comparativamente libre de contaminación, la polución debida a combustibles fósiles hace que cada ciudadano medio pierda un año entero de vida.z
La descarbonización —es decir, la sustitución de los combustibles fósiles por unas fuentes energéticas limpias— tiene, por lo tanto, unos beneficios amplios e inmediatos para la salud, además de ventajas climáticas a largo plazo. En el momento en que se tiene en cuenta la contaminación del aire, solo el provecho que tendría para la salud ya justifica que se lleve a cabo una rápida descarbonización de la economía mundial.aa
Por consiguiente, con la descarbonización todo el mundo gana, ya que supone una mejora de la vida tanto a corto como a largo plazo. De hecho, el impulso a la innovación en las energías limpias —como la solar, la eólica, la nuclear de nueva generación o los combustibles alternativos— es también una estrategia ganadora en otros frentes. Al producir una energía más barata, la innovación en las energías limpias mejora la calidad de vida en los países más pobres. Por añadidura, al mantener la materia fósil bajo tierra, también supone una salvaguarda ante el riesgo de colapso —una cuestión que trataré en el capítulo 6—, y, al fomentar el progreso tecnológico, se reduce el riesgo de estancamiento —de lo que hablaré en el capítulo 7—. Se trata de una estrategia con la que gana absolutamente todo el mundo.
La descarbonización es una prueba de concepto para el largoplacismo. Los beneficios de la innovación en las energías limpias son tan claros, y queda tanto por hacer aún en este campo, que la considero una actividad de referencia a largo plazo con la que podrían compararse otras posibles medidas. Establece un alto estándar de calidad.
Pero no se trata de la única vía para repercutir en el futuro. En el resto de este libro voy a intentar exponer de forma sistemática de qué formas podemos ejercer una influencia positiva a largo plazo, con el apunte de que un cambio moral, una gestión inteligente del auge de la inteligencia artificial, el control de las pandemias diseñadas en laboratorios y la prevención del estancamiento tecnológico son como mínimo igual de importantes, y se encuentran, a menudo y de largo, mucho más desatendidas.
Es posible que la idea de que podemos influir en el futuro a largo plazo y de que quizá haya mucho en juego parezca demasiado descabellada como para tomársela en serio. A mí también me lo parecía al principio.ab
No obstante, creo que tal escepticismo no se deriva tanto de las premisas morales que subyacen a esa idea como del hecho de que vivimos en una época extraña.ac
Lo cierto es que en estos tiempos están teniendo lugar una cantidad extraordinaria de cambios. No hay más que plantearse la tasa de crecimiento económico internacional, que en décadas recientes era de un promedio del 3 por ciento anual,ae un dato histórico sin precedentes. En los primeros doscientos noventa mil años de existencia de la humanidad, el crecimiento mundial era de cerca del O por ciento al año, mientras que con la difusión de la agricultura se incrementó a alrededor del 0,1 por ciento, para acelerarse a partir de la Revolución Industrial. No ha sido hasta los últimos cientos de años cuando la economía mundial ha crecido a una tasa por encima del 2 por ciento anual. Para decirlo de otra forma: desde el 10 000 a. C. en adelante, llevó una buena cantidad de siglos que la envergadura de la economía internacional se multiplicase por dos. Por el contrario, la última duplicación que ha tenido lugar en ese sentido no tardó más que diecinueve años.26 af Y no solo son históricamente inusuales las tasas de crecimiento económico, sino que lo mismo podemos decir de las tasas de consumo energético, las emisiones de dióxido de carbono, los cambios en el uso de la tierra, los avances científicos y podría afirmarse que también los cambios morales.27 ag
En consecuencia, sabemos que el tiempo presente es extremadamente inusual en comparación con el pasado. Pero también lo es si se compara con el futuro. Esa alta frecuencia de cambios no puede mantenerse por toda la eternidad, aunque desligásemos por completo el crecimiento poblacional de las emisiones de dióxido de carbono o nos expandiéramos por el espacio exterior. A modo ilustrativo, supongamos que, en el futuro, el crecimiento disminuye un tanto, para quedarse justo en el 2 por ciento anual.ah Con una tasa semejante, en diez mil años la economía mundial sería 1086 veces mayor de lo que es en la actualidad. Es decir que tendríamos una producción igual a cien billones de billones de billones de billones de billones de billones de billones de veces la actual. Pero hay menos de 1067 átomos en un radio de diez mil años luz de la Tierra,28 de manera que, si esas tasas de crecimiento se mantuviesen durante unos diez milenios más, tendría que haber una producción de diez trillones de veces la del mundo actual por cada átomo al que, en principio, pudiésemos acceder. Aunque es evidente que nunca podremos saberlo con total seguridad, no parece que sea posible.29
La humanidad podría perdurar aún millones o incluso miles de millones de años. No obstante, resulta imposible mantener el ritmo de cambio que lleva el mundo moderno más que por unos miles, lo que significa que, efectivamente, estamos viviendo un capítulo extraordinario de la historia de la humanidad. Tanto en comparación con el pasado como con el futuro, cada década que vivimos atraviesa un número extraordinariamente inusual de cambios económicos y tecnológicos. Y algunos de ellos —como el desarrollo de la energía a partir de los combustibles fósiles, las armas nucleares, los patógenos de diseño y la inteligencia artificial avanzada— tienen el potencial para influir plenamente en el rumbo del futuro.
Sin embargo, el rápido ritmo de los cambios no es lo único que hace extraños estos tiempos. También nos encontramos inusualmente conectados.ai Durante unos cincuenta mil años, estuvimos separados en distintos grupos, por algo tan simple como que no existía un modo de que las personas de África, Europa, Asia o Australia se comunicasen las unas con las otras.30 Entre el 100 a. C. y el 100 d. C., el Imperio romano y la dinastía Han acaparaban cada uno el 30 por ciento de la población mundial, aunque al mismo tiempo apenas sabían el uno de la otra.aj E incluso dentro de las fronteras de un imperio, cada individuo tenía una capacidad muy limitada para comunicarse con alguien que estuviese a cierta distancia.
Si en el futuro habitamos en el espacio exterior, estaremos separados de nuevo. La galaxia es como un archipiélago, con unas vastas extensiones de vacío salpicadas de diminutas punzadas de calor. Si la Vía Láctea fuese del tamaño de la Tierra, nuestro sistema solar mediría unos diez centímetros, y nos separarían de nuestros vecinos unos trescientos metros. La comunicación más rauda entre ambos extremos de la galaxia tomaría unos cien mil años; incluso con nuestros vecinos más cercanos, una comunicación de ida y vuelta tardaría casi nueve años.ak
De hecho, si la humanidad se expande lo suficiente y sobrevive lo bastante, llegará un punto en el que a una parte cualquiera de la civilización le sea imposible comunicarse con las otras. El universo se compone de millones de agrupaciones galácticas;31 la nuestra recibe la simple denominación de Grupo Local. Todas las que están en un mismo grupo se encuentran lo suficientemente cerca como para que la gravedad las mantenga juntas para siempre.32 Sin embargo, debido a que el universo se expande, los grupos se irán separando unos de otros. Dentro de unos ciento cincuenta mil millones de años, ni siquiera la luz podrá viajar de un grupo a otro.al
Vivir en una época tan inusual nos proporciona una oportunidad sin parangón para marcar una diferencia. Nadie que haya vivido o vaya a vivir jamás tuvo ni tendrá el potencial para ejercer la influencia positiva sobre el futuro que tenemos nosotros. Ser testigos de un cambio tecnológico, social y medioambiental tan vertiginoso significa que tenemos más oportunidades para afectar al cuándo y al cómo tendrán lugar las transformaciones más importantes, haciéndonos cargo, entre otras cosas, de las tecnologías que podrían dejar fijados los peores valores o poner en peligro nuestra supervivencia. La actual unificación que ha sufrido la humanidad implica que los grupos reducidos cuentan con la capacidad para influir en todo el conjunto. Las ideas novedosas no quedan relegadas a un solo continente y pueden difundirse por todo el mundo en cuestión de minutos, en lugar de tardar siglos.
Adicionalmente, el hecho de que estos cambios sean tan recientes significa que aún no hemos llegado al equilibrio, es decir, que la sociedad aún no se ha acomodado en una situación estable, de manera que se hace posible que nos ocupemos de cuál sería esa “situación estable” a la que deberíamos llegar. Imaginemos que una pelota gigante rueda a toda velocidad sobre una superficie escarpada. Con el tiempo, llegará a perder ímpetu y marchará a menor velocidad, y acabará depositándose en el fondo de algún valle o alguna sima. La civilización es igual: mientras está en movimiento, un pequeño toque puede afectar a la dirección en que va a seguir rodando y a dónde iremos a parar.