Acerca de lo que nos preocupa
Esta versión del ensayo ha sido ligeramente modificada. El original puede encontrarse aquí.
No me resulta fácil sentir el tamaño de los números grandes. En cuanto se empiezan a barajar cifras superiores a 1 000 (o quizá incluso 100), los números parecen “grandes”.
Pensemos en Sirio, la estrella más brillante del cielo nocturno. Si me dijeran que Sirio tiene el tamaño de un millón de Tierras, me parecería que son muchas Tierras. Si, en cambio, me dijeras que en Sirio caben mil millones de Tierras… seguiría sintiendo que son muchas Tierras.
Las sensaciones son casi idénticas. En contexto, mi cerebro admite a regañadientes que mil millones es una cantidad mucho más grande que un millón, y hace un esfuerzo simbólico para sentir que una estrella del tamaño de mil millones de Tierras es más grande que una estrella del tamaño de un millón de Tierras. Pero fuera de contexto —si no estuviera anclado en “un millón” cuando oigo “mil millones”— ambos números me parecen vagamente grandes.
Siento un poco de respeto por la grandeza de los números si eliges números muy, muy grandes. Si dices “uno seguido de 100 ceros”, parece mucho más grande que mil millones. Pero desde luego no me parece que sea 10 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 veces mayor que mil millones. No del modo en que sentimos internamente que cuatro manzanas son el doble que dos manzanas. Mi cerebro ni siquiera puede empezar a entender este tipo de diferencial de magnitud.
Este fenómeno está relacionado con la insensibilidad al alcance, y es importante para mí porque vivo en un mundo en el que a veces las cosas que me importan son muy, muy numerosas.
Por ejemplo, miles de millones de personas viven en la pobreza extrema, y cientos de millones carecen de las necesidades básicas y/o mueren a causa de enfermedades. Y aunque la mayoría están fuera de mi campo visual, me siguen importando.
La pérdida de una vida humana, con todas sus alegrías y todas sus penas, es trágica sea cual sea la causa, y la tragedia no se reduce simplemente porque yo esté lejos, o porque no me haya enterado, o porque no haya sabido cómo ayudar, o porque no haya sido personalmente responsable.
Consciente de esto, me preocupo por todos y cada uno de los individuos de este planeta. El problema es que mi cerebro es simplemente incapaz de tomar la cantidad de afecto que siento por una sola persona y ampliarla mil millones de veces. Carezco de la capacidad interna para sentir tanto. Mi preocupómetro no llega tan lejos.
Y eso es un problema.
Es un lugar común que la valentía no consiste en no tener miedo, sino en tener miedo pero hacer lo correcto de todos modos. En el mismo sentido, preocuparse por el mundo no consiste en tener un sentimiento visceral que se corresponda con la cantidad de sufrimiento en el mundo; consiste en hacer lo correcto de todos modos. Incluso sin ese sentimiento.
Mi preocupómetro interno fue calibrado para tratar con unas 150 personas, y simplemente no puede expresar la cantidad de preocupación que siento por miles de millones de personas que sufren. El preocupómetro interno no llega tan alto.
Lo que está en juego para la humanidad es inimaginable. Como mínimo, hoy en día hay miles de millones de personas que sufren. En el peor de los casos, hay mil billones (o más) de potenciales humanos, transhumanos o posthumanos cuya existencia depende de lo que hagamos aquí y ahora. Todas las complejas civilizaciones que podría albergar el futuro, la experiencia y el arte y la belleza que son posibles en el futuro, dependen del presente.
Cuando te enfrentas a desafíos como este, tus heurísticas internas de preocupación —calibradas en números como 10 o 20, y cuyo máximo se acerca a 150— fracasan por completo en comprender la gravedad de la situación.
Salvarle la vida a una persona se siente sumamente bien, y probablemente se sentiría igual de bien salvar una vida que salvar el mundo. Ciertamente, la sensación de salvar el mundo no sería miles de millones de veces más intensa, porque tu hardware no puede expresar una sensación mil millones de veces mayor que la de salvarle la vida a una persona. Pero aunque la euforia altruista de salvarle la vida a alguien sea sorprendentemente similar a la euforia altruista de salvar el mundo, recuerda siempre que detrás de esos sentimientos similares hay un mundo de diferencia.
Nuestras sensaciones internas de preocupación son totalmente inadecuadas para decidir cómo actuar en un mundo con grandes problemas.
Cuando empecé a interiorizar la insensibilidad al alcance, experimenté un cierto cambio de mentalidad. Es un poco difícil de articular, así que voy a empezar con algunas historias.
Pensemos en Alice, una ingeniera de software de Amazon en Seattle. Más o menos una vez al mes, aparecen por las esquinas estudiantes universitarios con portapapeles que parecen cada vez más desilusionados mientras se esfuerzan por convencer a la gente de que done a Médicos Sin Fronteras. Normalmente, Alice evita el contacto visual y sigue con su día, pero este mes por fin consiguen acorralarla. Le explican qué es Médicos sin Fronteras y ella tiene que admitir que parece una buena causa. Acaba dándoles 20 dólares por una combinación de culpa, presión social y altruismo, y luego regresa deprisa al trabajo. (El mes siguiente, cuando vuelven a aparecer, evita el contacto visual.)
Ahora pensemos en Bob, a quien un amigo de Facebook le ha propuesto el Ice Bucket Challenge. Se siente demasiado ocupado para hacer el reto y, en su lugar, dona 100 dólares a la ALS Association.
Pensemos ahora en Christine, que pertenece a la fraternidad universitaria ΑΔΠ. ΑΔΠ participa en una competición con ΠΒΦ (otra fraternidad) para ver quién recauda más dinero para la National Breast Cancer Foundation en una semana. Christine tiene un espíritu competitivo y se involucra en la recaudación de fondos, y ella misma dona unos cientos de dólares en el transcurso de la semana (sobre todo en los momentos en que ΑΔΠ se queda especialmente rezagada).
Estas tres personas donan dinero a organizaciones benéficas, y eso está muy bien. Pero observen que hay algo similar en estas tres historias: las donaciones están motivadas en gran medida por un contexto social. Alice siente obligación y presión social. Bob siente presión social y quizá un poco de camaradería. Christine siente camaradería y competitividad. Todas estas motivaciones están bien, pero observemos que están relacionadas con el contexto social y solo tangencialmente con el contenido de la donación a organizaciones benéficas.
Si te llevaras a Alice, Bob o Christine aparte y les preguntaras por qué no donan todo su tiempo y dinero a estas causas que aparentemente consideran valiosas, te mirarían raro y probablemente pensarían que estás siendo maleducado (¡con razón!). Si insistes, puede que te digan que ahora tienen poco dinero o que donarían más si fueran mejores personas.
Pero la pregunta seguiría pareciéndoles incorrecta. Regalar todo el dinero no es lo que se hace con el dinero. Cada uno puede decir en voz alta que las personas que regalan todas sus posesiones son realmente extraordinarias, pero a puerta cerrada todos sabemos que esas personas están locas. (Locas bondadosas, quizá, pero locas al fin.)
Esta es la mentalidad que yo tuve durante un tiempo. Pero hay una mentalidad alternativa que puede golpearte como un tren de carga cuando empiezas a interiorizar la insensibilidad al alcance.
Pensemos en Daniel, un estudiante universitario. Poco después del derrame de petróleo de BP de la plataforma Deepwater Horizon, se cruza con una de esas personas con portapapeles en las esquinas, que solicita donaciones para el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF). Esta organización está tratando de salvar el mayor número posible de pájaros cubiertos de petróleo. Normalmente, Daniel la descartaría pensando que no es lo más importante, que no tiene tiempo en este momento, o que es un problema ajeno, pero esta vez ha estado pensando en que su cerebro es malo para los números y decide hacer un rápido control de sensatez.
Se imagina a sí mismo caminando por la playa tras el derrame de petróleo y cruzándose con un grupo de personas que limpian los pájaros tan rápido como pueden. Sencillamente, no tienen recursos para limpiar a todos los pájaros que hay. Un pájaro joven y conmovedor cae a sus pies, resbaladizo por el petróleo y con los ojos apenas abiertos. Daniel se arrodilla para recogerlo y ayudarlo a subirlo a la mesa. Uno de los limpiadores de pájaros le informa de que no tendrán tiempo de llegar a ese pájaro ellos mismos, pero que él podría ponerse unos guantes y probablemente podría salvar al pájaro con tres minutos de lavado.
Daniel decide que estaría dispuesto a dedicar tres minutos de su tiempo a salvar al pájaro, y que también estaría dispuesto a pagar al menos tres dólares para que otra persona dedicara unos minutos a limpiar el pájaro. Tras una introspección, se da cuenta de que no lo hace solo porque se haya imaginado un pájaro delante de él: siente que vale la pena, en cierto sentido vagamente platónico, dedicar al menos tres minutos de su tiempo (o tres dólares) a salvar a un pájaro cubierto de petróleo.
Y como ha estado pensando en la insensibilidad al alcance, espera que su cerebro le informe mal de cuánto le importan realmente un gran número de pájaros; no se puede esperar que el sentimiento interno de preocupación se corresponda con la importancia real de la situación. Así que en lugar de preguntarle a su instinto cuánto le importa quitarle el petróleo a montones de pájaros, se calla y multiplica.
Miles y miles de pájaros quedaron contaminados solo por el derrame de BP. Después de callarse y multiplicar, Daniel se da cuenta (con creciente horror) de que el grado en que realmente le importan los pájaros cubiertos de petróleo tiene como límite inferior dos meses de duro trabajo y/o cincuenta mil dólares. Y eso sin contar la fauna amenazada por otros derrames de petróleo.
Y si tanto le importa ayudar a los pájaros cubiertos de petróleo, ¿cuánto le importa en realidad la cría intensiva de animales, por no hablar del hambre, la pobreza o la enfermedad? ¿Cuánto le importan realmente las guerras que asolan naciones? ¿Los niños abandonados y desfavorecidos? ¿El futuro de la humanidad? No tiene tiempo o dinero suficientes para compensar cuánto realmente le importan estas cosas.
Por primera vez, Daniel se da cuenta de lo mucho que le importan las cosas y de lo mal que está el mundo.
Esto tiene el extraño efecto de que el razonamiento de Daniel da un giro completo y se da cuenta de que en realidad no puede preocuparse por los pájaros cubiertos de petróleo tanto como el equivalente de tres minutos o tres dólares, no porque los pájaros no valgan el tiempo o el dinero (de hecho, cree que la economía produce cosas que cuestan tres dólares y que valen menos que la supervivencia de un pájaro), sino porque no puede gastar su tiempo o su dinero en salvar a los pájaros. De repente, el costo de oportunidad parece demasiado alto: ¡hay demasiadas otras cosas que hacer! ¡La gente se está muriendo de hambre! ¡El futuro de nuestra civilización está en juego!
Daniel no acaba donando 50 000 dólares al Fondo Mundial para la Naturaleza, ni tampoco a la ALS Association ni a la National Breast Cancer Foundation. Pero si le preguntas a Daniel por qué no dona todo su dinero, no te mirará raro ni pensará que eres un maleducado. Ha dejado muy atrás la costumbre de no dar importancia a estas cosas y se ha dado cuenta de que su mente le ha estado mintiendo todo este tiempo sobre la gravedad de los problemas reales.
Ahora se da cuenta de que no puede hacer lo suficiente. Después de ajustar su insensibilidad al alcance (y reconocer el hecho de que su cerebro miente sobre el tamaño de los grandes números), empieza a creer que podría dedicar su vida incluso a las causas “menos importantes” como la del Fondo Mundial para la Naturaleza. La destrucción de la vida salvaje, la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y el cáncer de mama son de repente problemas para cuya solución movería montañas, salvo que finalmente ha comprendido que hay demasiadas montañas, que la ELA no es el cuello de botella y que, AHHH, ¿CÓMO LLEGARON AQUÍ TODAS ESTAS MONTAÑAS?
Según su postura original, la razón por la que no dejó todo para trabajar en la ELA fue porque no parecía… lo suficientemente apremiante, o lo suficientemente tratable, o lo suficientemente importante, o algo por el estilo. Estas son algunas de las razones, pero la verdadera razón es que el concepto de “dejarlo todo para tratar la ELA” nunca se le pasó por la cabeza como una posibilidad real. La idea rompía demasiado con la narrativa estándar. No era su problema.
En el nuevo estado mental, todo es su problema. La única razón por la que no deja todo para trabajar en la ELA es porque hay demasiadas cosas que hacer primero.
Alice, Bob y Christine no suelen dedicar tiempo a resolver todos los problemas del mundo porque se olvidan de verlos. Si se les recuerda, es decir, si se les pone en un contexto social en el que recuerdan lo mucho que les importa (de ser posible, sin culpa ni presión), es probable que donen algo de dinero.
En cambio, Daniel y otras personas que han experimentado el cambio mental no dedican su tiempo a resolver todos los problemas del mundo porque simplemente hay demasiados problemas. (Es de esperar que Daniel descubra movimientos como el altruismo eficaz y empiece a contribuir a la solución de los problemas más acuciantes del mundo.)
No estoy tratando de predicar aquí sobre cómo ser una buena persona. No necesitas compartir mi punto de vista para ser una buena persona (obviamente).
Más bien trato de señalar un cambio de perspectiva. Muchos de nosotros vamos por la vida con la conciencia de que deberíamos preocuparnos por las personas que sufren lejos de nosotros, pero no lo hacemos. Creo que esta actitud está relacionada, al menos en parte, con el hecho de que la mayoría de nosotros confiamos implícitamente en nuestros preocupómetros internos.
La “sensación de preocupación” no suele ser lo suficientemente fuerte como para obligarnos a salvar frenéticamente a todos los que se están muriendo. Así que, aunque reconocemos que sería virtuoso hacer más por el mundo, pensamos que no podemos, porque no estamos dotados de esa virtuosa preocupación extra que deben tener los altruistas prominentes.
Pero esto es un error: los altruistas prominentes no son las personas que tienen un preocupómetro más grande; son las personas que han aprendido a no confiar en sus preocupómetros.
Nuestros preocupómetros están rotos. No funcionan con números grandes. Nadie tiene uno capaz de representar fielmente el alcance de los problemas del mundo. Pero el hecho de que no puedas sentir la preocupación no significa que no puedas hacer algo al respecto.
No puedes sentir la cantidad adecuada de “preocupación” en tu cuerpo. Mala suerte: los problemas del mundo son demasiado grandes y tu cuerpo no está hecho para responder adecuadamente a problemas de esta magnitud. Pero a pesar de ello, si decides hacerlo, puedes actuar como si los problemas del mundo fueran tan grandes como de hecho lo son. Puedes dejar de confiar en las sensaciones internas para guiar tus acciones y pasar al control manual.
Esto, por supuesto, nos lleva a la pregunta de
Y la verdad es que aún no lo sé. (Aunque no dejaré de mencionar el compromiso de Giving What We Can, la organización GiveWell, el MIRI y el Future of Humanity Institute como un buen comienzo.)
Creo que, al menos en parte, la respuesta está en un cierto tipo de perspectiva desesperada. No basta con pensar que deberías cambiar el mundo: también hace falta el tipo de desesperación que surge cuando te das cuenta de que dedicarías toda tu vida a resolver el centésimo mayor problema del mundo si pudieras, pero no puedes, porque hay 99 problemas mayores que tienes que abordar primero.
No estoy tratando de convencerte de que dones más dinero: convertirse en filántropo es muy, muy difícil. (Si ya eres filántropo, tienes mi respeto y mi afecto.) Primero exige que tengas dinero, lo cual es poco común, y luego que asignes ese dinero a problemas lejanos e invisibles, lo cual no es fácil de aceptar para un cerebro humano. La acrasia es un enemigo formidable. Y lo que es más importante, la culpa no parece un buen motivador a largo plazo: si quieres unirte a las filas de la gente que salva el mundo, prefiero que lo hagas con orgullo. Nos esperan muchas adversidades, y haríamos mejor en afrontarlas con la cabeza bien alta.
La valentía no consiste en no tener miedo; consiste en ser capaz de hacer lo correcto aunque tengas miedo.
Del mismo modo, abordar los grandes problemas de nuestro tiempo no consiste en sentir una fuerte compulsión por hacerlo. Se trata de intentar abordarlos incluso cuando la compulsión interna no logra captar el alcance de los problemas a los que nos enfrentamos.
Es fácil fijarse en personas especialmente virtuosas —Gandhi, la Madre Teresa, Nelson Mandela— y concluir que deben haberse preocupado más que nosotros. Pero no creo que sea así.
Nadie llega a comprender el alcance de estos problemas. Lo más cerca que podemos llegar es hacer la multiplicación: encontrar algo que nos importe, ponerle un número y multiplicar. Y luego confiar en los números más de lo que confiamos en nuestros sentimientos.
La razón es que nuestros sentimientos nos mienten.
Cuando haces la multiplicación, te das cuenta de que abordar la pobreza global y construir un futuro mejor merecen más recursos de los que existen actualmente. No hay suficiente dinero, tiempo o esfuerzo en el mundo para hacer lo que tenemos que hacer.
Solo estás tú, y yo, y todos los demás que lo intentan de todos modos.
No se puede sentir el peso del mundo. La mente humana no es capaz de esa proeza.
Pero a veces puedes vislumbrarlo.
Esta es una traducción directa del artículo original, publicado bajo licencia CC BY 4.0.