Por qué los expertos temen una pandemia de origen humano y qué podemos hacer para evitarla
Este artículo es parte de Pandemic-Proof, la serie de Future Perfect sobre las mejoras que podemos hacer para prepararnos para la próxima pandemia.
Hace décadas, cuando el mundo acordó por primera vez las normas y directrices de la Convención sobre las Armas Biológicas (CAB), diseñar y producir armas biológicas era costoso y difícil. La Unión Soviética tenía un extenso programa que, según se sospecha, provocó la liberación accidental de al menos un virus de la gripe, causando decenas de miles de muertes. Pero parece que los soviéticos nunca llegaron a crear nada más mortífero que lo que les ofrecía la naturaleza.
Los grupos terroristas dedicados al terrorismo biológico —como la secta Aum Shinrikyo, que en 1993 lanzó un ataque biológico fallido en Japón— han sido hasta ahora incapaces de mejorar el ántrax, un patógeno natural que es mortal para quienes lo inhalan, pero que no es contagioso y no circulará por el mundo como lo haría una enfermedad pandémica.
Pero nuestra capacidad para diseñar virus ha crecido a pasos agigantados en los últimos años, gracias en parte a la rápida caída del precio de las tecnologías de secuenciación y síntesis del ADN. Estos avances han abierto la puerta a innovaciones en medicina, pero también constituyen un desafío: pronto, si es que no ahora mismo, los laboratorios de todo el mundo podrán crear virus tan mortíferos y disruptivos como el COVID-19, o potencialmente mucho peores.
Para prevenir pandemias que podrían ser mucho peores que la de COVID-19, el mundo tiene que cambiar radicalmente su enfoque de la gestión de los riesgos biológicos globales. “Los biólogos aficionados pueden ahora realizar proezas que hasta hace poco habrían sido imposibles incluso para los expertos más destacados de los laboratorios más avanzados”, argumentaron Barry Pavel, director de política de seguridad nacional del Atlantic Council, y su coautor Vikram Venkatram, que forma parte de ese mismo organismo.
Evitar una catástrofe en las próximas décadas exigirá que nos tomemos mucho más en serio los riesgos de pandemias provocadas por el hombre, adoptando medidas que van desde cambiar la forma en que investigamos hasta hacer más difícil que las personas puedan “imprimirse” una copia de un virus mortal.
La pandemia de COVID-19 fue un disparo de advertencia sobre la rapidez con la que una enfermedad puede propagarse por todo el mundo y sobre lo mal equipados que estamos para protegernos de un virus verdaderamente letal. Si el mundo se toma en serio este disparo de advertencia, podremos protegernos contra la próxima pandemia, ya sea de origen natural o humano. Con las medidas adecuadas, podríamos incluso volvernos “altamente resistentes, si no inmunes, a las amenazas biológicas dirigidas al ser humano”, me dijo el biólogo del MIT Kevin Esvelt.
Pero si ignoramos la amenaza, las consecuencias podrían ser devastadoras.
No se sabe con certeza si el virus que causó la pandemia de COVID-19 fue una liberación accidental del Instituto de Virología de Wuhan (IVW), que estaba estudiando coronavirus similares, o un “contagio zoonótico” mucho más común procedente del contacto con un animal salvaje. Un análisis de la comunidad de inteligencia estadounidense consideró plausibles ambas posibilidades. Un par de estudios publicados en 2022 apuntaban a un mercado de animales vivos en Wuhan como origen del primer brote. Y un informe reciente en Vanity Fair puso de relieve la arriesgada e imprudente investigación que modificaba coronavirus en el laboratorio para estudiar si infectarían más fácilmente a los humanos, y detalló cómo los científicos que llevaban a cabo dicha investigación cerraron filas para asegurarse de que el trabajo que estaban realizando no fuera responsabilizado por la pandemia.
La realidad es que quizá nunca lo sabremos con certeza. Rastrear de forma concluyente una enfermedad zoonótica hasta su origen animal puede demorar años, y China ha dejado claro que no cooperará con nuevas investigaciones que pudieran aclarar cualquier papel que hubiera podido desempeña el IVW, aun involuntariamente, en el origen del COVID-19.
Sea cual fuere la cadena de acontecimientos que causó el COVID-19, ya sabemos que los brotes de enfermedades infecciosas pueden originarse en un laboratorio. En 1978, un año después de los últimos casos registrados de viruela en la naturaleza, una fuga en un laboratorio provocó un brote en el Reino Unido. La fotógrafa Janet Parker murió, mientras que su madre contrajo un caso leve y se recuperó; más de 500 personas que habían estado expuestas fueron vacunadas. (La vacuna de la viruela puede proteger contra la viruela incluso después de una exposición.) Solo esa respuesta rápida y a gran escala impidió lo que podría haber sido una reaparición a nivel global de la enfermedad, anteriormente extinguida.
Ese no fue nuestro único roce cercano con el regreso de la viruela, una enfermedad que acabó con la vida de unos 300 millones de personas solo en el siglo XX. En 2014, se descubrieron seis viales de viruela en un frigorífico de los Institutos Nacionales de Salud (INS) de Estados Unidos, que llevaban décadas olvidados entre 327 viales de diversas enfermedades y otras sustancias. La Administración de Alimentos y Medicamentos descubrió que uno de los viales estaba roto, pero, afortunadamente, no era uno de los que contenían viruela u otra enfermedad mortal.
Otras enfermedades han protagonizado percances similares en laboratorios. En marzo de 2014, en Atlanta, un investigador de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) contaminó accidentalmente un vial de una cepa de gripe aviar bastante inofensiva con una cepa mucho más letal. El virus contaminado se envió entonces por lo menos a dos laboratorios agrícolas diferentes. Uno de ellos se dio cuenta del error cuando sus pollos enfermaron y murieron, mientras que el otro no fue notificado hasta que transcurrió más de un mes.
El error recién fue comunicado a la dirección de los CDC cuando este organismo llevó a cabo una investigación exhaustiva a raíz de otro error: la posible exposición de 75 empleados federales a ántrax vivo, después de que un laboratorio que debía inactivar las muestras de ántrax preparara accidentalmente muestras activadas.
Tras la aparición del síndrome respiratorio agudo grave (SRAG) en 2003, se produjeron seis incidentes distintos de infecciones por SRAG derivadas de filtraciones de laboratorios. Mientras tanto, el pasado mes de diciembre, una investigadora de Taiwán contrajo COVID-19 en un momento en que la isla había estado suprimiendo con éxito los brotes, pasando más de un mes sin ningún caso doméstico. Siguiendo sus pasos, las autoridades taiwanesas sospecharon que había contraído el virus por la mordedura de un ratón infectado en un laboratorio de biología de alta seguridad.
“Lo cierto es que los accidentes de laboratorio no son raros en las ciencias de la vida”, declaró en marzo el exsenador Joe Lieberman ante la Comisión sobre Biodefensa Bipartidista. “A medida que los países de todo el mundo construyan más laboratorios para llevar a cabo investigaciones sobre patógenos altamente infecciosos y letales, es claro que el ritmo de accidentes de laboratorio aumentará de forma natural.”
Según una investigación publicada el año pasado por Gregory Koblentz y Filippa Lentzos, investigadores de bioseguridad del King’s College de Londres, actualmente hay casi 60 laboratorios clasificados como BSL-4 —el nivel de bioseguridad más alto, para laboratorios autorizados a trabajar con los patógenos más peligrosos— en 23 países diferentes, ya sea en funcionamiento, en construcción o proyectados. Al menos 20 de esos laboratorios se han construido en la última década, y más del 75 % están situados en centros urbanos donde una fuga podría propagarse rápidamente.
Además de la certeza casi absoluta de que habrá más escapes de los laboratorios en el futuro, la ingeniería de los virus que podrían causar una pandemia si se escaparan es cada vez más barata y fácil. Esto significa que ahora es posible que un solo laboratorio o un pequeño grupo provoque una destrucción masiva en todo el mundo, ya sea deliberadamente o por accidente.
“Los posibles efectos a gran escala de los intentos de bioterrorismo se han visto mitigados en el pasado por la falta de conocimiento de los terroristas y por la dificultad inherente al uso de la biotecnología para fabricar y liberar patógenos peligrosos. Ahora, a medida que la gente tiene mayor acceso a esta tecnología y se hace más fácil utilizarla, la dificultad está disminuyendo”, sostuvo Pavel. ¿Cuál es el resultado? “Los incidentes de bioterrorismo pronto serán más frecuentes.”
La Convención sobre Armas Biológicas (CAB), que entró en vigor en 1975, fue el primer tratado internacional en prohibir la producción de toda una categoría de armas de destrucción masiva.
La identificación o creación de nuevas armas biológicas se declaró ilegal para las 183 naciones que forman parte del tratado. El tratado también obligaba a las naciones a destruir o hacer un uso pacífico de cualquier arma biológica existente. Como dijo en 1969 el entonces presidente Richard Nixon, cuando anunció que EE. UU. abandonaría cualquier trabajo propio de armas biológicas ofensivas: “La humanidad ya tiene en sus manos demasiadas semillas de su propia destrucción.”
Pero la CAB carece de fondos suficientes y no es una prioridad para nadie, a pesar de la magnitud de la amenaza que suponen las armas biológicas. Cuenta con un puñado de empleados que integran su unidad de apoyo a la aplicación, en comparación con los cientos que trabajan en la Convención sobre las Armas Químicas, y un presupuesto menor que el de una franquicia de McDonald’s promedio. Estados Unidos podría fácilmente reforzar la CAB de forma significativa con un compromiso de financiación relativamente pequeño, y debería hacerlo.
Y a pesar de los objetivos amplios del tratado, gran parte del trabajo para identificar patógenos peligrosos que podrían actuar como armas biológicas sigue en marcha, no como parte de programas encubiertos, similares a los de la época de la Guerra Fría, diseñados deliberadamente para crear patógenos con fines militares, sino como parte de programas bienintencionados para estudiar y aprender sobre los virus que tienen el potencial de causar la próxima pandemia. Esto significa que la CAB hace poco para limitar gran parte de la investigación que ahora constituye el mayor riesgo de uso de armas biológicas en el futuro, incluso si la liberación de esos virus fuera totalmente involuntaria.
Uno de estos tipos de ciencia es lo que se denomina “investigación sobre ganancia de función”, en la que los investigadores hacen que los virus sean más transmisibles o más letales en humanos como parte del estudio de cómo podrían evolucionar esos virus en la naturaleza.
“La primera vez que oí hablar de la investigación sobre ganancia de función fue en la década de 1990, solo que entonces teníamos un término diferente para ella: investigación y desarrollo de armas biológicas”, me dijo Andy Weber, antiguo subsecretario de defensa para programas de defensa nuclear, química y biológica en la administración de Obama y ahora miembro del Consejo de Riesgos Estratégicos. “La intención es completamente opuesta —los INS intentan salvar al mundo de las pandemias—, pero el contenido coincide casi por completo.”
El estado de la investigación sobre ganancia de función ha sido muy disputado en la última década. En 2014, después de la serie de aterradores fallos de seguridad y contención en los laboratorios que he resumido más arriba y de las revelaciones del alarmante trabajo de ganancia de función sobre la gripe aviar, los INS, que financian gran parte de la investigación biológica de vanguardia en todo el mundo, impusieron una moratoria a los trabajos sobre ganancia de función en patógenos con potencial pandémico como los que causan la gripe o el SRAG. Pero en 2017, la moratoria se levantó sin muchas explicaciones.
En la actualidad, EE. UU. está financiando el trabajo de ganancia de función en unos pocos laboratorios seleccionados, a pesar de las objeciones de muchos biólogos destacados que argumentan que los beneficios limitados de este trabajo no justifican sus costos. En 2021, se presentó un proyecto de ley para prohibir las becas federales de investigación que financian la investigación sobre ganancia de función en los virus del SRAG, del síndrome respiratorio de Oriente Medio (SROM) y de la gripe.
Más allá del riesgo de que un virus reforzado mediante el trabajo de ganancia de función pueda escapar accidentalmente y desencadenar un brote mayor —que es una teoría, aunque no probada, de cómo empezó la pandemia de COVID-19—, puede ser difícil diferenciar la investigación legítima, aunque arriesgada, de los esfuerzos deliberados para crear patógenos malignos. “Debido al apoyo de nuestro gobierno a esta arriesgada investigación, hemos creado la excusa perfecta para los países que quieren investigar sobre armas biológicas”, me dijo Weber.
¿Qué es lo primero que él recomendaría para prevenir la próxima pandemia? “Acabar con la financiación gubernamental de investigaciones arriesgadas que bien pueden haber causado esta pandemia y que podrían causar otras en el futuro.”
Otra área potencialmente arriesgada de la investigación virológica consiste en identificar especies animales que actúen como reservorios de virus con potencial para pasar a los humanos y causar una pandemia. Los científicos que se dedican a este trabajo viajan a zonas remotas para tomar muestras de esos patógenos con potencial peligroso, traerlas de vuelta al laboratorio y determinar si son capaces de infectar células humanas. Al parecer, esto es precisamente lo que hicieron los investigadores del IVW en los años previos a la pandemia de COVID-19, cuando buscaban la fuente animal del virus original del SRAG.
Estos trabajos se anunciaron como una forma de evitar que los patógenos con capacidad pandémica pasaran a los humanos, pero resultaron en gran medida inútiles cuando llegó el momento de luchar contra el SARS-CoV-2, afirma Weber. “Después de haber realizado este trabajo durante 15 años, creo que se han logrado muy pocos resultados”, me dijo. La suya no es la única opinión dentro de la comunidad virológica, pero no es una opinión marginal. Weber cree que la pandemia debería llevar a un replanteamiento. “Como concluyó la comunidad de inteligencia, es posible que estas investigaciones realmente hayan causado la pandemia. No fueron de ninguna utilidad para prevenir la pandemia, ni siquiera para predecirla.”
No cabe duda de que hay razones para trabajar en la identificación de virus en el límite entre la vida salvaje y el ser humano y en la prevención de su propagación, pero el modesto historial del trabajo de descubrimiento de virus ha hecho que muchos expertos se cuestionen si nuestro enfoque actual para el descubrimiento de virus es una buena idea. Argumentan que se han exagerado los beneficios y que se han subestimado los daños potenciales.
En todas las fases del proceso, la investigación genera la posibilidad de provocar el contagio entre animales y humanos que los científicos pretenden estudiar y prevenir. Y el resultado final —una lista detallada de todos los patógenos que los investigadores han identificado como extremadamente peligrosos si fueran liberados— es un regalo para los programas de armas biológicas o para los terroristas.
Gracias a las mejoras en la tecnología de síntesis de ADN, una vez que se tiene la secuencia digital del ARN de un virus, es relativamente sencillo para cualquier persona “imprimirla” y crear su propia copia del virus (más adelante volveremos sobre esto). Hoy en día, “no existe una línea divisoria entre identificar algo capaz de provocar una pandemia y facilitar su disponibilidad como arma”, me dijo Esvelt.
¿La buena noticia? No debería ser difícil para los responsables políticos cambiar el rumbo de esta investigación peligrosa.
Los INS financian una gran parte de la investigación biológica mundial, y una prohibición renovada de financiar investigaciones peligrosas reduciría significativamente la cantidad de trabajos riesgosos que se llevan a cabo. Si Estados Unidos adopta políticas firmes y transparentes contra la financiación de la investigación para hacer que los patógenos sean más letales o para identificar patógenos con capacidad pandémica, será más fácil ejercer el liderazgo mundial necesario para desalentar ese trabajo en otros países.
“China también financia esta investigación”, me dijo Esvelt. Puede que, asustados por la pandemia de COVID-19, estén dispuestos a reconsiderarlo, pero “si no nos detenemos, va a ser muy difícil hablar con China y conseguir que se detengan”.
Todo ello se traduce en una receta simple para los responsables políticos: dejen de financiar investigaciones peligrosas y, a continuación, consigan el consenso científico y político necesario para que otros países hagan lo propio.
Esta simple receta encierra una gran complejidad. Muchos debates sobre si EE. UU. debería financiar investigaciones peligrosas han encallado en argumentos técnicos sobre qué se entiende por trabajo de “ganancia de función”: como si lo importante fuera la terminología científica, y no la capacidad de esa investigación para desencadenar una pandemia capaz de matar a millones de personas.
“El 94 % de los países carece de medidas de supervisión a nivel nacional para la investigación de doble uso, lo que incluye leyes o normativas nacionales sobre supervisión, un organismo responsable de la supervisión, o evidencia de una evaluación nacional de la investigación de doble uso”, según un informe de 2021 elaborado por el Johns Hopkins Center for Health Security y la Nuclear Threat Initiative.
Y si algo malo ocurriera, el resultado podría ser igual o peor que cualquier producto de la naturaleza. Eso es precisamente lo que ocurrió en un simulacro de pandemia organizado en 2018 por el Johns Hopkins Center for Health Security. En el escenario ficticio, un grupo terrorista que sigue el modelo de Aum Shinrikyo crea un virus que combina la alta transmisibilidad de la parainfluenza —una familia de virus que generalmente causa síntomas leves en niños pequeños— con la virulencia extrema del virus Nipah. El resultado es un supervirus que en el ejercicio acaba matando a 150 millones de personas en todo el mundo.
“Los avances en biología sintética y biotecnología hacen que sea más fácil que nunca lograr que los patógenos se vuelvan más letales y transmisibles, y los avances en las ciencias de la vida se producen a un ritmo que los gobiernos no han podido seguir, lo que aumenta el riesgo de liberación deliberada o accidental de patógenos peligrosos”, declaró Lieberman en marzo ante la Comisión sobre Biodefensa Bipartidista.
Una de las áreas recientes más apasionantes del progreso en biología ha sido la creciente facilidad con que puede sintetizarse el ADN, es decir, la capacidad de “imprimir” ADN (o ARN, que constituye el material genético de los coronavirus y otros virus como los de la gripe, del sarampión o de la poliomielitis) a partir de una secuencia conocida. Antes, crear una secuencia de ADN específicamente deseada era extremadamente caro o imposible; ahora, es mucho más sencillo y relativamente barato, con múltiples empresas dedicadas a suministrar genes por correo. Aunque todavía se requiere mucha habilidad científica para producir un virus, no es ni de lejos tan caro como antes y puede hacerlo un equipo mucho más pequeño.
Es una gran noticia; la síntesis de ADN permite realizar una gran cantidad de investigaciones biológicas importantes y valiosas. Pero los avances en la síntesis de ADN han sido tan rápidos que se ha retrasado la coordinación para hacer frente a los agentes peligrosos que podrían hacer un uso indebido de ella.
Además, cotejar la secuencia con una lista de secuencias peligrosas conocidas obliga a los investigadores a mantener una lista de secuencias peligrosas conocidas, que es algo que los actores malintencionados podrían utilizar para causar daños. El resultado es un “riesgo de la información”, lo que el estudioso del riesgo existencial Nick Bostrom define como “riesgos que surgen de la difusión efectiva o potencial de información verdadera que puede causar daño o permitir que algún agente cause daño”.
“El ADN es esencialmente una tecnología de doble uso”, me dijo en 2020 James Diggans, que trabaja en bioseguridad en el proveedor de ADN sintético Twist Bioscience, líder en el sector. Esto significa que la síntesis de ADN acelera la investigación biológica fundamental y el desarrollo de fármacos que salvan vidas, pero también puede utilizarse para realizar investigaciones que pueden ser mortales para la humanidad.
Ese es el dilema al que se enfrentan hoy los investigadores en bioseguridad, tanto en la industria como en el mundo académico y en el gobierno: intentar averiguar cómo hacer la síntesis de ADN más rápida y barata en razón de sus muchos usos beneficiosos, garantizando al mismo tiempo que cada secuencia impresa sea examinada y que los peligros se gestionen adecuadamente.
Si ahora parece un problema difícil, es probable que en el futuro lo sea aún más. A medida que la síntesis de ADN se abarata y se simplifica, muchos investigadores prevén la creación de sintetizadores de sobremesa que permitirían a los laboratorios imprimir su propio ADN según lo necesiten para su investigación, sin intermediarios. Algo como un sintetizador de sobremesa podría suponer un avance asombroso en biología. Pero también podría agravar el problema de impedir que actores malintencionados impriman virus peligrosos.
Y a medida que se abarata la síntesis de ADN, la detección de secuencias peligrosas se convierte en un porcentaje mayor del costo, por lo que aumentaría la ventaja financiera de reducir el gasto en detección, ya que las empresas que no la realicen podrían ofrecer precios considerablemente más bajos.
Esvelt y el equipo con el que trabaja —que incluye investigadores de EE. UU., la UE y China— han desarrollado un marco para una posible solución. Quieren mantener una base de datos con claves de secuencias mortales y peligrosas, es decir, cadenas generadas matemáticamente que corresponden a cada secuencia de forma única, pero que no pueden ser objeto de ingeniería inversa para descubrir la secuencia original peligrosa si aún no se conoce. Esto permitirá cotejar las secuencias con una lista de secuencias mortales sin poner en peligro la privacidad ni la propiedad intelectual de nadie, y sin mantener una lista pública de secuencias mortales que un grupo terrorista o un programa de armas biológicas podría utilizar como lista de la compra.
“A finales de este año, prevemos poner gratuitamente a disposición de los países de todo el mundo un sistema de cribado de síntesis de ADN”, me dijo Esvelt.
Para que las cosas fueran realmente seguras, esta propuesta debería ir acompañada de requisitos gubernamentales que obligaran a las empresas de síntesis de ADN a enviar las secuencias para su cotejo con una base de datos certificada de secuencias peligrosas como la de Esvelt. Pero la esperanza es que tales normativas serán bien acogidas si el cribado es seguro, transparente y gratuito para los consumidores: y, de este modo, la investigación puede ser más segura sin volverse un obstáculo para el progreso de los trabajos legítimos de biología.
La gobernanza internacional es siempre un difícil ejercicio de equilibrismo, y para muchas de estas cuestiones tendremos que seguir revisando nuestras respuestas a medida que inventemos y mejoremos nuevas tecnologías. Pero no podemos permitirnos esperar. La variante ómicron de COVID-19 infectó a decenas de millones de personas en EE. UU. en tan solo unos meses. Cuando una enfermedad ataca, lo hace rápidamente, y para cuando sepamos que tenemos un problema, puede que sea demasiado tarde.
Afortunadamente, el riesgo de una catástrofe grave puede reducirse mucho por las decisiones que tomemos por adelantado, que van desde programas de detección para dificultar la ingeniería de virus mortales hasta esfuerzos globales para poner fin a la investigación sobre el desarrollo de nuevas enfermedades peligrosas. Pero tenemos que tomar esas medidas de inmediato y a escala mundial. De otro modo, ni siquiera toda la planificación del mundo podrá salvarnos.