Defensa del largoplacismo
Imagina vivir la vida de cada ser humano que haya existido, en orden cronológico de nacimiento.
Tu primera vida comienza hace unos 300 000 años en África. Luego de vivir y de morir, regresas en el tiempo y te reencarnas en la segunda persona que existió en el planeta (que nació apenas poco tiempo después de la primera), luego te reencarnas en la tercera persona, y así sucesivamente.
Cien mil millones (aproximadamente) de vidas más tarde, eres la persona más joven que vive hoy. Tu vida ha durado unos cuatro billones de años. Has pasado aproximadamente el 10 por ciento de tu vida como cazador-recolector, el 60 por ciento cultivando la tierra, el 20 por ciento criando niños y más de un 1 por ciento sufriendo de malaria y viruela. Pasaste 1 500 millones de años teniendo relaciones sexuales y 250 millones dando a luz.
Esa es tu vida hasta ahora, desde el nacimiento del Homo sapiens hasta el presente.
Imagina ahora que también vives todas las vidas futuras. Tu vida, esperamos, apenas estaría comenzando. Incluso si la humanidad dura solo el tiempo que dura la especie típica de mamífero (cerca de un millón de años), e incluso si la población mundial se redujera a una décima parte de su tamaño actual, aún tendrías el 99,5 por ciento de tu vida por delante. En la escala de los años de una vida humana típica, tú tendrías, en el presente, solo unos meses de edad. El futuro es grande.
Propongo este experimento mental porque la moral, en esencia, consiste en ponernos en el lugar de los demás y considerar sus intereses como si fueran nuestros. Cuando se hace a nivel de toda la historia humana, lo que pasa a ocupar el primer plano es el futuro, donde vive casi todo el mundo y donde reside casi todo el potencial para la felicidad y para la desgracia.
Si supieras que vas a vivir todas estas vidas futuras, ¿qué desearías que hiciéramos en el presente? ¿Cuánto dióxido de carbono querrías que emitiéramos a la atmósfera? ¿Cuán cuidadosos querrías que fuésemos con las nuevas tecnologías que podrían destruir tu futuro o estropearlo para siempre? ¿Cuánta atención te gustaría que prestáramos al impacto de las acciones de hoy en el futuro lejano?
Estas son algunas de las preguntas que motivan el largoplacismo, la idea de que influir positivamente sobre el futuro a largo plazo es una prioridad moral clave de nuestro tiempo.
El largoplacismo consiste en tomar en serio lo enorme que podría ser el futuro y todo lo que se pone en juego al forjarlo. Si la humanidad sobrevive siquiera para alcanzar una fracción de su esperanza de vida, entonces, por extraño que parezca, somos nosotros los antiguos. Vivimos en el comienzo mismo de la historia, en su pasado más remoto. Lo que hagamos ahora afectará a una cantidad incalculable de personas futuras. Debemos actuar con inteligencia.
Me llevó mucho tiempo aceptar esta idea. En estos últimos 12 años, he sido un defensor del altruismo eficaz, el uso de la evidencia y de la razón para ayudar a los demás tanto como sea posible. En 2009, cofundé una organización que ha recaudado cientos de millones de dólares para ayudar a pagar mosquiteras con los que proteger a las familias contra la malaria y medicamentos para curar a los niños de gusanos intestinales, entre otras causas con las que colaboré. Estas actividades tuvieron un impacto tangible. En comparación, la idea de tratar de mejorar las vidas de personas futuras desconocidas no me entusiasmaba.
Sin embargo, algunas ideas simples ejercían una fuerza persistente en mis consideraciones. Primero: las personas futuras importan moralmente. Segundo: podría haber un enorme número de personas futuras. Y por último: podemos mejorar la vida de estas personas. Para ayudar a los demás tanto como sea posible, debemos pensar en el efecto de nuestras acciones en el futuro.
La idea de que las personas futuras son importantes es una cuestión de simple sentido común. Supongamos que se me cae una botella de vidrio mientras hago senderismo. Si no limpio, un niño podría cortarse con esos fragmentos. ¿Importa si el niño se corta dentro de una semana, una década o un siglo? No. El daño es daño, sin importar cuándo se produce.
Después de todo, las personas futuras son personas. Existirán. Tendrán esperanzas, alegrías, dolores y remordimientos, igual que todos nosotros. Es solo que no existen todavía.
Sin embargo, la sociedad tiende a descuidar el futuro en beneficio del presente. Las personas futuras están absolutamente privadas de sus derechos. No pueden votar, hacer lobby, ni postularse para cargos públicos, por lo que los políticos tienen pocas motivaciones para pensar en ellas. No pueden tuitear, ni escribir artículos, ni marchar por las calles. Son la verdadera mayoría silenciosa. Si bien no podemos otorgar poder político a las personas futuras, al menos podemos ser considerados con ellas. Podemos renunciar a la tiranía del presente en detrimento del futuro y actuar como “administradores” de toda la humanidad, ayudando a crear un mundo próspero para las generaciones futuras.
Hoy nos enfrentamos a problemas enormes, y el mundo está lleno de sufrimiento innecesario, pero de alguna manera hemos logrado un progreso notable en los últimos siglos. Hace trescientos años, la expectativa de vida promedio era de menos de 40 años; en la actualidad, es de más de 70. Más del 80 por ciento del planeta vivía en la extrema pobreza; hoy en día, solo un 10 por ciento de la población mundial vive en la extrema pobreza. La mayoría de las mujeres no podían asistir a la universidad, y el movimiento feminista no existía. Nadie vivía en democracia; hoy en día más de la mitad del mundo vive en democracia. Hemos recorrido un largo camino.
Tenemos el poder de impulsar estas tendencias positivas. También podemos revertir las tendencias negativas, como el aumento de las emisiones de carbono y la agricultura intensiva. Tenemos el potencial de construir un mundo en el que todos vivan como viven hoy en día las personas más felices en los países más ricos.
Incluso podríamos hacer las cosas mejor, muchísimo mejor. Gran parte del progreso que hemos logrado desde el siglo XVIII habría sido muy difícil de anticipar por quienes vivían en ese entonces. Y estamos hablando de una brecha de solo tres siglos. Teóricamente, la humanidad podría durar millones de siglos aun en el caso de que nunca abandone la Tierra. Si limitamos nuestro sentido del potencial de la humanidad a una versión fija de nuestro mundo actual, corremos el riesgo de subestimar drásticamente lo buena que podría ser la vida en el futuro.
Cuando comencé a reflexionar sobre el largoplacismo, mi principal reserva era de orden práctico. Incluso si las generaciones futuras son importantes, ¿qué podemos hacer realmente para beneficiarlas? Pero a medida que aprendía más sobre los acontecimientos que podrían marcar la historia en un futuro próximo, comprendí que podríamos estar acercándonos a un momento crítico en la historia de la humanidad. El desarrollo tecnológico está creando nuevas amenazas y nuevas oportunidades, y pone en peligro las vidas de las personas futuras. Que logremos un futuro hermoso y justo, o imperfecto y distópico, o que la civilización se acabe y no tengamos futuro, depende, en gran parte, de lo que hagamos hoy.
Algunas de las maneras de influir en el futuro a largo plazo nos resultan familiares. Conducimos vehículos. Volamos en aviones. Emitimos gases con efecto invernadero que pueden permanecer en la atmósfera y tener un impacto ambiental que dure cientos de miles de años.
Sin embargo, reducir el uso de combustibles fósiles no es la única forma de mejorar el futuro a largo plazo. Otros desafíos son, como mínimo, igualmente importantes, y se les presta muchísima menos atención.
Entre ellos se destaca el desarrollo de la inteligencia artificial avanzada. Según importantes modelos económicos, la inteligencia artificial (IA) avanzada podría acelerar en gran medida el crecimiento económico y el avance tecnológico. Pero provistos de capacidades con IA, actores políticos inescrupulosos podrían aumentar su poder y afianzarlo. Nuestro futuro podría ser una distopía totalitaria perpetua.
O podríamos perder el control sobre los sistemas de IA creados por nosotros. Una vez que la inteligencia artificial supere con creces la inteligencia humana, podríamos comprobar que tenemos tan poco poder sobre nuestro futuro como el que tienen los chimpancés sobre el propio. La civilización podría ser gobernada por metas y objetivos de la IA que fueran completamente extrañas y carentes de valor desde nuestra perspectiva.
Incluso es posible que ni siquiera lleguemos al desarrollo de la IA avanzada. Todavía vivimos bajo la sombra de 9 000 cabezas nucleares, cada una de ellas mucho más poderosa que las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Algunos expertos estiman que la probabilidad de una tercera guerra mundial para 2070 es superior al 20 por ciento. Una guerra nuclear generalizada podría provocar el colapso de la civilización, del que quizá nunca nos recuperaríamos.
Los avances en biotecnología podrían crear armas de un poder destructivo todavía mayor. Los virus modificados genéticamente podrían ser mucho más mortales que las enfermedades naturales porque, en teoría, podrían modificarse para tener nuevas propiedades peligrosas: la letalidad del ébola y la contagiosidad del sarampión. En el peor de los escenarios, el despliegue de un arma biológica podría causar la muerte de miles de millones de personas, posiblemente más allá del punto en que la humanidad podría recuperarse. Nuestro futuro quedaría destruido para siempre.
Estamos hablando de desafíos abrumadores. En su libro The Precipice, mi colega Toby Ord plantea que hay una probabilidad de 1 en 6 de que ocurra una catástrofe existencial en el próximo siglo, lo que equivale aproximadamente a jugar a la ruleta rusa. Es un nivel de riesgo inaceptable.
No estamos indefensos ante estos desafíos. El largoplacismo puede inspirar acciones concretas, aquí y ahora. El monitoreo constante de las aguas residuales podría garantizar una respuesta inmediata a cualquier virus que pudiera aparecer. El desarrollo y la distribución de equipos avanzados de protección personal protegerían a los trabajadores esenciales. Sistemas de iluminación ultravioleta lejana podrían esterilizar los ambientes de manera segura. Si se demuestra que esos sistemas son seguros y se extiende su instalación, podrían prevenir pandemias de transmisión aérea y, en el proceso, eliminar todas las enfermedades respiratorias.
Con respecto al riesgo de la IA, también hay mucho por hacer. Necesitamos las mentes técnicas más brillantes para descubrir qué sucede en verdad dentro los sistemas de IA —cada vez más inescrutables—, y para garantizar que sean útiles, honestos, y no dañinos. Necesitamos que académicos y políticos diseñen nuevos sistemas de gobernanza para garantizar que la IA se desarrolle en beneficio de toda la humanidad. Necesitamos, además, líderes valientes para evitar nuevas carreras armamentistas y guerras catastróficas entre las grandes potencias.
Si somos cuidadosos y previsores, tendremos el poder de ayudar a construir un futuro mejor para nuestros bisnietos y para sus bisnietos, y para cientos de generaciones futuras. Pero el cambio positivo no es inevitable. Es el resultado de un largo y arduo trabajo por parte de pensadores y activistas. Ninguna fuerza externa evitará que la civilización tropiece con la distopía o el olvido. Depende únicamente de nosotros.
¿Implica el largoplacismo que debemos sacrificar el presente en el altar de la posteridad? No. Así como preocuparse más por nuestros hijos no significa ignorar los intereses de los extraños, preocuparse más por nuestros contemporáneos no significa ignorar los intereses de nuestros descendientes.
De hecho, a medida que he ido aprendiendo más sobre el largoplacismo, me he dado cuenta de que existe una notable coincidencia entre las mejores formas de promover el bien común para quienes viven hoy y las mejores formas de promoverlo para nuestra posteridad.
Cada año, millones de personas —de manera desproporcionada en los países pobres— mueren prematuramente porque la quema de combustibles fósiles contamina el aire con partículas que causan cáncer de pulmón, enfermedades cardíacas e infecciones respiratorias. Dejar de usar carbono es beneficioso a corto y a largo plazo. Lo mismo ocurre con la prevención de pandemias, el control de la inteligencia artificial y la disminución del riesgo de guerra nuclear.
La idea de que podríamos influir en el futuro a largo plazo y de que podría haber tanto en juego puede parecer demasiado descabellada para ser cierta. Eso fue lo que me pareció al principio. Pero creo que esa impresión no se debe a las premisas morales subyacentes al largoplacismo, sino a que vivimos en un momento particularmente inusual.
Nuestra época está experimentando una serie de cambios sin precedentes. Actualmente, la economía mundial duplica su tamaño cada 19 años. Sin embargo, antes de la Revolución Industrial, a la economía mundial le llevaba cientos de años duplicarse. Cientos de miles de años antes de ello, las tasas de crecimiento eran cercanas a cero. Además, la tasa actual de crecimiento no puede mantenerse por siempre; si ello ocurriera, en tan solo 10 000 años, por cada átomo en el universo accesible habría el equivalente del producto interno bruto de un billón de civilizaciones.
Todo esto indica que estamos viviendo un capítulo único y frágil en la historia de la humanidad. De los cientos de miles de años del pasado de la humanidad —y los potenciales miles de millones de años en su futuro—, estamos viviendo ahora, en tiempos de un cambio extraordinario.
Es el nuestro un tiempo marcado por miles de cabezas nucleares listas para ser disparadas. Un momento en el que estamos quemando rápidamente combustibles fósiles, generando contaminación que podría durar cientos de miles de años. Un momento en el que podemos ver catástrofes en el horizonte —desde virus modificados hasta sistemas totalitarios dotados de IA— y podemos actuar para prevenirlas.
Estar vivos en un momento así es tanto una oportunidad excepcional como una enorme responsabilidad. Podemos desempeñar un papel central en dirigir el futuro hacia un rumbo mejor. No hay mejor momento para que un movimiento se ponga de pie, no solo para nuestra generación o la generación de nuestros hijos, sino para todas las generaciones venideras.